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MAÑANA ES DOMINGOJesús Higueras

«Mujer, yo no te condeno, vete y no peques más»

La justicia no está reñida con la misericordia; al contrario, solo puede haber verdadera misericordia si antes se ha atravesado el umbral de la justicia

Actualizada 04:30

Aquella mañana, mientras enseñaba en el Templo de Jerusalén, los escribas y fariseos le tendieron una trampa a Jesús. Le llevaron a una mujer sorprendida en adulterio. La Ley de Moisés era clara: había que apedrearla. Pero ellos no buscaban justicia, sino un pretexto. Si Jesús se inclinaba por el perdón, lo acusarían de desobedecer la Ley; si por la condena, lo alejarían del pueblo que encontraba en él una esperanza.

Jesús no cae en la trampa. Él no viene a abolir la Ley, sino a llevarla a plenitud. La justicia no está reñida con la misericordia; al contrario, solo puede haber verdadera misericordia si antes se ha atravesado el umbral de la justicia. Pero ¿qué es esa justicia ante Dios? No es la de quien se cree intachable, sino la del que reconoce su pecado y se abandona en las manos del único justo.

Por eso Jesús no responde con una sentencia, sino con una pregunta profunda que cala más hondo que cualquier piedra: «El que esté sin pecado, que tire la primera piedra». Así desnuda la hipocresía de aquellos que se presentan como jueces cuando no son más que cómplices del mismo mal que condenan. Desnuda también la crueldad de todos aquellos que, al comprobar la debilidad humana, se ceban con ella ensañándose con la persona. Cada ser humano, a su modo, en su nivel y en su historia, comete faltas: por acción o por omisión, por lo que hace o por lo que deja de hacer. No hay superioridad moral posible cuando todos vivimos de la misma misericordia.

La mujer adúltera representa a cada uno de nosotros: sorprendidos, desenmascarados, indefensos. Pero también ella nos enseña la puerta de la salvación: quedarse delante del Maestro, sin excusas, sin máscaras, sin huida. Y entonces, cuando ya no queda nadie para acusarla, oye la voz que restaura: «Tampoco yo te condeno. Vete y no peques más».

Esa es la lógica del Evangelio: no hay misericordia barata, pero tampoco hay condena inevitable. Para experimentar el perdón, hay que dejarse juzgar por la verdad. Para vivir la gracia, hay que aceptar que se la necesita. Así, aprendemos a no juzgar a los demás con dureza, porque antes hemos saboreado el consuelo de ser comprendidos, corregidos y amados.

Solo quien se ha entregado con confianza a la justicia de Dios puede ofrecer misericordia con corazón limpio. Y en esa misericordia, se nos revela la hondura del amor que no condena, sino que levanta.

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