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En primera líneaÁlvaro de Diego

La última cruzada y el auténtico hombre

Oriana Fallaci (1929-2006) fue la periodista a la que gustaba «discutirle en caliente» al poder. Nunca se rindió ante la petulancia de un mundo ignorante, pusilánime y sumiso

Actualizada 01:41

Jamás fue un pedazo de mármol para dejarse esculpir por el capricho de un hombre. Recordaba, por el contrario, al áspero varón de la letra de Cecilia. Sobrada de mal genio, muchos se quejarían de que nunca fue tierna. Ningún escalofrío le recorría el corazón, «frío y delgado como una aguja» al decir de uno de sus más ilustres paisanos y, como ella, impenitente «Don Pacontraria». Pero era una mujer valiente, una maldita toscana ante la cual todos se sienten incómodos.

Más que del Tirreno, parecía una leona de Castilla. Porque, como supo ver Fernández-Flórez, el carácter castellano no admite un ápice de blandura. Y ella era así. Tatuada a fuego por un concepto trágico de la vida. Menuda, asténica en todo. Su apenas metro y medio de cabeza a pies cargaba con la idea de honor como quien porta la más pesada y herrumbrosa armadura. Vistiéndola, vistiéndose por los pies, del guantelete a la cota de malla. De haber creído en Dios, esta confesa «atea cristiana» hubiera tenido de Él «una idea tajante, estremecida y escueta». Sabía así ser implacable: con algunos enemigos no se puede esperar misericordia ninguna. Resultaba, por ello, muchas veces sectaria y extremosa en sus juicios. En el prólogo a su Entrevista con la Historia, lo dejó bien claro. No podía sentirse «mero registrador» de lo que escuchaba y veía. Sobre su experiencia profesional dejaba «jirones del alma», se involucraba con aquel al que tenía delante y tomaba posición siempre, oprimida «por mil rabias y mil interrogantes». El periodista debe arrojar al suelo la bata esterilizada. Como cuando en Teherán se quitó el chador ante un ayatolá atónito. «Guárdese su trapo», le espetó «esa mujer» a Jomeini. La asepsia sólo es propia de anestesistas.

Oriana Fallaci (1929-2006) fue la periodista a la que gustaba «discutirle en caliente» al poder. Nunca se rindió ante la petulancia de un mundo ignorante, pusilánime y sumiso. A esta mujer arrasada por la tragedia de un aborto (Carta a un niño que nunca nació) nada más la derribó un cáncer. Corrió cuanto pudo delante de él, aferrada en su estudio de Nueva York a su vieja Olivetti. Una máquina de estampar palabras tan huraña y descangallada como ella misma.

La última cruzada y el autentico hombre

Lu Tolstova

Las abanderadas del falso feminismo la han olvidado. La que siempre pudo haberse vanagloriado de antifascista cometió el error imperdonable de alzarse contra lo políticamente correcto. Fallaci denunció en La rabia y el orgullo la estúpida tolerancia de Occidente con la brutal intolerancia del islamismo. Fue tachada de racista, xenófoba y lunática, pero no se arredró ante ello. Con su hosca severidad la comecuras de siempre se acercó al Papa Benedicto. La izquierdista en Vietnam también aplaudió al republicano Rudolph Giuliani, el alcalde que tras el 11-S rechazó un cheque de 10 millones de dólares de un príncipe saudí. La tibieza actual no estaba hecha para vestales de su decoro tan desabrido.

Por eso poco se recuerda un pequeño gran trabajo de este pedazo vivo de carrara ardiente e insumiso. Se trata de la entrevista que hace medio siglo realizó a Alejandro Panagoulis, el resistente griego al que amó con toda el alma. Panagoulis, asesino frustrado del dictador Geórgios Papadópoulos, fue encarcelado y torturado (pero no ejecutado) por la dictadura de los coroneles. Poco sorprende hoy que un atentado pueda justificarse como tiranicidio. Pero conmueve más el recogido fervor con que Fallaci describe su primer encuentro. El perfil de Alekos, el nombre para los íntimos y la policía, deriva en carta de amor. La combatiente hostil se deshace en ternezas. Rinde sin pudor el último puente levadizo. Y no puede hallarse ni rastro de menoscabo femenino en este novedoso desvalimiento. Qué portentosa lección para la vacua recua de la inquisición woke de nuestros días. Nunca fue más mujer Oriana que en aquel estrépito de sentimientos. En ese radical y expuesto crujido de hasta la última de sus cuadernas. Rescato el final de aquel diálogo sin desperdicio:

—Para mí, Oriana, ser un hombre es más o menos lo que dice Kipling en esa poesía titulada Si. Y para ti, ¿qué es un hombre?

—Diría que un hombre es lo que tú eres, Alekos.

«La última cruzada» (así la despidió el diario La Repubblica) sólo quiso rendirse ante un auténtico hombre.

  • Álvaro de Diego es director del Departamento de Periodismo y Narrativas Digitales de la Universidad CEU San Pablo
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