Fraga, ¿un Cánovas fallido?
Esa renuncia definitiva a «tirarse adjetivos y leyes represivas a la cabeza», y la edificación de una nueva escena «a la vez competitiva y civilizada», suponía para Fraga enmendar los dos grandes errores de Cánovas
«Mientras las leyes sean lo supremo, lo individual habrá de ser sacrificado a lo universal, es decir, habrá de dársele muerte». Estas palabras del joven Hegel explican el valor de nuestro proceso de transición democrática. El último gran éxito de los españoles constituye una empresa colectiva que resulta difícil atribuir a un puñado de responsables. La antes célebre alusión a «una obra de teatro con un empresario, el Rey; un actor, Adolfo Suárez, y un autor, Torcuato Fernández-Miranda», va quedando relegada al circuito minoritario de los especialistas académicos, inclinados hoy en buena medida a buscarle infinitas taras al episodio, a sus protagonistas y a sus consecuencias.
Los enemigos políticos del proceso, que apuntan arteramente a la línea de flotación de nuestro sistema democrático (encarnado en la Monarquía Parlamentaria), disparan contra un monarca caído en desgracia. Ignoran al arquitecto legal del cambio «de la ley a la ley a través de la ley», un Fernández-Miranda que, por su actuación entre bambalinas y singular personalidad, ya estaba condenado de partida al ostracismo de la memoria. Pero no se atreven siquiera, y ello es harto significativo, a mentar a Adolfo Suárez, quien aún goza del reconocimiento mayoritario de la ciudadanía española.
Se ha solapado estos días el centenario del nacimiento del desaparecido Manuel Fraga Iribarne con la celebración de un congreso internacional en la Universidad CEU San Pablo sobre la figura de Antonio Cánovas del Castillo. Esta coincidencia tiene mucho de afortunada. Al morir Franco se hacía necesario otro Cánovas del Castillo que, al igual que el original, consolidara el trono e impulsara un dilatado periodo de prosperidad y concordia.
Como vicepresidente del primer Gobierno de Juan Carlos I, Fraga asumió a carta cabal el legado del político malagueño. Es así que el 2 de junio de 1976 pronunció un discurso sobre su figura en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. De aquella ponencia pretendía extraer las enseñanzas más útiles «para los españoles del aquí y el ahora, en el propósito de configurar un orden de convivencia civil, libre, plural, pacífico y estable». A Cánovas se debía, a su juicio, el gran pacto de 1876, a consecuencia del cual surgiría la carta magna de mayor vigencia en la historia de España. Orillando tan solo al carlismo y a los republicanos («la izquierda desmelenada y ausente de todo realismo»), Cánovas había hecho lo que Fraga deseaba poner en práctica un siglo después: imponerse a los «maximalistas» y a los «apresurados» para instalar un sistema bipartidista al amparo de una monarquía constitucional. Pese a las diferencias entre ambas épocas, el problema seguía siendo el mismo: lograr un amplio consenso político para que los distintos españoles pudieran «convivir pacíficamente, colaborar en empresas comunes, defender civilizadamente lo que les separa, alternar en el ejercicio del poder y, en definitiva, tolerarse mutuamente».
Esa renuncia definitiva a «tirarse adjetivos y leyes represivas a la cabeza», y la edificación de una nueva escena «a la vez competitiva y civilizada», suponía para Fraga enmendar los dos grandes errores de Cánovas proporcionando «aliento social» al sistema y asumiendo una auténtica representación democrática, adulterada en la Restauración.
No obstante, su proyecto de transición fracasaría poco después por no haber sabido conectar adecuadamente con la opinión pública, descafeinado por un presidente irresoluto y seguramente boicoteado por quienes, desde dentro del mismo gabinete, aspiraban a protagonizar el cambio.
Fraga, cuando defendía el legado canovista en aquella conferencia, era una figura política amortizada. El testigo de Cánovas lo recogería discretamente Torcuato Fernández-Miranda, también catedrático de Derecho Político y también avanzado conocedor de la obra del polígrafo malagueño. No es posible saber cómo hubiera resultado aquella otra Transición truncada. Al fin y al cabo, y como diría Cánovas, «en política lo que no es posible es falso».
- Álvaro de Diego es director del Departamento de Periodismo y Narrativas Digitales de la Universidad CEU San Pablo