¿No quedan días de verano?
Nadie trae hijos al mundo para que vuelvan al polvo, para que retornen al vacío. Cuando prolongo mi infancia en la de mi hijo, cuando pretendo que acaudale días de verano, en realidad cultivo en mí la esperanza, siembro en él una fe que nos sobreviva
Un notable columnista, y me atrevo a decir sin conocerle que también una bellísima persona, ha escrito que «el tiempo se estrecha a finales de agosto cuando los días van acortando y las vacaciones se acaban». El cambio de estación acrecienta, según él, la sensación de fugacidad y la conciencia de que «sólo somos polvo que volverá al polvo». Esta desoladora visión me ha hecho recordar los veranos de la niñez, largas jornadas del sur a orillas del mar y en compañía de los abuelos. «Estos días azules y este sol de la infancia» que significativamente fueron la última escritura de Antonio Machado, la que le rescataron de un bolsillo al encontrar la muerte en el destierro. Un verso inconcluso o quizá simplemente abierto al infinito.
«Las horas de la infancia –prehistoria del hombre– son lentísimas, como las primeras edades de la tierra». Así pensaba el conde de Foxá, escritor que se definía a sí mismo «con mucha niñez palpitante en el recuerdo. (...) Con el corazón en el pasado y la cabeza en el futuro». Como refugio a una vida desgraciada, el poeta habitaba el recuerdo sosegado de las tardes en El Retiro. En esas jornadas de felicidad y juegos –¿acaso no vienen a ser lo mismo?– no había nada más extraño que el matrimonio de nonagenarios que pausadamente atravesaba el parque. Ninguno de los pequeños sentía relación alguna con los 'peluches', porque «los niños no imaginan la vida en movimiento, sino parada y definitiva». Jamás hubieran sospechado que aquellos pobres ancianos habían sido también párvulos, menos aún que ellos mismos llegarían a estar encorvados y tristes como ellos. Por eso Foxá, pesimista impenitente que no moriría de viejo, imaginaba «un perpetuo atardecer del mundo». En él, «vigorosos ancianos de trescientos años» dialogarían, «con amarga sonrisa socrática, sobre un parque sin niños».
Pocos mazazos de madurez hay como el de perder a un padre. Cuando murió el suyo, Foxá sintió que se llevaba a la tierra toda su ternura, que con él se enterraba su niñez al completo, todos sus juegos, una gran parte de sí mismo. Y se prometió entonces que en la vejez (que no alcanzaría nunca) conservaría a toda costa su recuerdo. Como una reliquia sagrada en arqueta de marfil y amatista. Que entre las nieblas de la decrepitud física y la agonía protegería su débil sombra. Cuando nadie de su generación atesorase su memoria, él le haría a su padre un poco hijo suyo.
Aseguró el Maestro que, si no volvíamos a ser como niños, no entraríamos en el reino de los cielos. Por ello, pienso que hay pocas cosas más auténticamente serias que la literatura infantil, la que se escribe para aquellos adelantados para la otra vida. Ya se lo advirtió Sánchez Silva, el único español galardonado con el Premio Hans Christian Andersen, a Delibes con frase provocadora: «Escribir para niños no es escribir para tontos». Y el advertido confió algo que el «escritor para adultos» frecuentemente olvida: que los niños son los seres humanos «con ideas más claras, que sus ideas tal vez no sean muchas, pero están perfectamente definidas». Un buen relato de la infancia encandila a niños y reconcilia al adulto con la nostalgia, le presta una brizna de eternidad apenas presentida.
Nadie trae hijos al mundo para que vuelvan al polvo, para que retornen al vacío. Cuando prolongo mi infancia en la de mi hijo, cuando pretendo que acaudale días de verano, en realidad cultivo en mí la esperanza, siembro en él una fe que nos sobreviva.
Como a Ana María Matute, me parecería una auténtica falta de delicadeza que Dios no existiera. La nada o misericordia. No hay solución intermedia. Apuesto por lo último.
Aún quedan días de verano.
- Álvaro de Diego es director del Departamento de Periodismo y Narrativas Digitales de la Universidad CEU San Pablo