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TribunaÁlvaro de Diego

No me toquéis los balcones

El oro de Nápoles son sus gentes sencillas y pobres. La bandera que enarbolan en sus casas tiene la forma de la ropa tendida. Mientras no desaparezca esa enseña, Nápoles seguirá siendo eterna

Actualizada 08:35

Alguien escribió una vez que los italianos se debaten entre el norte cartesiano, distante y próspero, y el sur, instintivo, tardo y cachazudo. La otra cara, en realidad, de las dos Europas. La que, en tiempos difíciles, se precipita, gélida, sobre sus contables. Y aquella de los poetas que rescata azucenas de luz de los secarrales calcinados y, como decía González-Ruano, conversa en latín con los peces del Tirreno, siempre al atardecer del color del vino.

Nadie lo ha sentido mejor que aquellos viajeros ingleses y alemanes que un día se marcharon con lo puesto. Esos sabios convertidos en trotamundos dejaron su casa, que no un hogar, y encaminaron sus pasos a las tierras meridionales de Italia. Goethe fue uno de ellos. Renunció a la estadística, que no enseña nada, y salió al encuentro de lo que no se aprende ni en las imágenes ni en los libros. Siempre atento a todo, descubrió que allí donde el sol brilla con más vigor habitan las muchachas más hermosas y de mayor fuerza. Que hombres y mujeres son pícaros desde chiquillos. Que hay más verdad en una sola palabra de una nonna enlutada que en todas las páginas de la Enciclopedia. Supo de los infinitos ejemplos de «gente que se contenta con poco y que aprovecha cuidadosamente lo que de otro modo se desperdiciaría». Una manera de ser caracteriza a todo un pueblo. Obstinado en las más vivas maquinaciones y chanchullos, el partenopeo no persigue llegar a enriquecerse, sino «vivir sin preocupaciones».

Goethe también descubrió que esa luz te desnuda. Que te destensa las arrugas del alma. Que concede a la gente «volver a creer en un Dios». De ahí que entendiera que ningún napolitano desee abandonar su ciudad. Que, pese a sus desvencijados edificios, fatigados de grietas y aberturas, con las costras del tiempo cuarteando sus imponentes rejas, hasta al más miserable de sus habitantes, se le antoje la capital del mundo. A él mismo, a la sombra grave y centinela del Vesubio, la Roma desmadejada sobre el Tíber le pareció un monasterio mal ubicado y viejo. Vedi Napoli e poi muori.

La napolitana más universal responde a la descripción que ya anticipó Malaparte. Es alta y morena, de caderas llenas y ligeras. En su frente amplia y cándida se anuncia la mañana antes de que el cielo se tiña de rosa. La noche nace de su seno antes de presentarse negra y compacta. Su cabeza, su cuerpo de estatua son más hermosos que todas las sublimes esculturas que, amontonadas, descansan en el Arqueológico de la ciudad. Pareciera como si, por una inspiración divina, hubiera tomado vida y escapado de una de sus desvencijadas salas. Empujada por una opulenta determinación tectónica, mayor que la que enterró Pompeya.

La napolitana más universal se llama Sophia Loren. Se crio en Pozzuoli, una de las barriadas más pobres de Nápoles, de noble pasado y comprometido futuro: se alza sobre los Campos Flégreos, una vasta caldera volcánica. A la Loren no le hace falta acudir a las primeras páginas de La piel. Se sabe el comienzo del libro de memoria. Y entorna para recordar sus ojos que nada tienen que ver con los redondos y asustados de las nórdicas, que son de gacela sorprendida por el fogonazo nocturno de las luces de un coche:

«Nápoles es la ciudad más misteriosa de Europa. La única en el mundo que no ha perecido como Ilion, Nínive o Babilonia. La única ciudad del mundo que no se ha hundido en el naufragio de las civilizaciones antiguas. Nápoles es una Pompeya que jamás ha sido sepultada. No es una ciudad, es un mundo. El mundo antiguo, precristiano, conservado intacto en la superficie del mundo moderno».

Hace pocos días el alcalde de Nápoles retiró una ordenanza que pretendía prohibir, en aras de la higiene y el decoro, que se tendiera la ropa en los balcones. Los napolitanos se negaron, pues se trata de algo más que una costumbre. Es el último estrato, en realidad, de una arqueología urbana siempre viva.

Lo sentenció Giuseppe Marotta. El oro de Nápoles son sus gentes sencillas y pobres. La bandera que enarbolan en sus casas tiene la forma de la ropa tendida. Mientras no desaparezca esa enseña, Nápoles seguirá siendo eterna. Como los días azules y el sol de la infancia. Como Sophia.

No me toquéis los balcones.

  • Álvaro de Diego es director del departamento de Periodismo y Narrativas Digitales de la Universidad CEU San Pablo
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