Persecución religiosa y Paracuellos
El diplomático y escritor republicano Salvador de Madariaga escribió: «Con la rebelión de 1934 la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936»
Persona a la que admiro y quiero me solicita que, desde mi pasión por la Historia, no me quede en la masacre de las checas de mi última columna. Aduce que los jóvenes no conocerán ciertas páginas históricas. Hasta ahora la persecución oficial la centra un franquismo a su manera. La llamada «memoria histórica» no supone una reconciliación, ya conseguida con los años y avalada por la Transición, sino la vuelta al enfrentamiento. Trata de convertir, a los noventa años, en vencedores a quienes perdieron la guerra y en perdedores a quienes la ganaron. Dos temas de interés, acaso limitados en la común curiosidad, son la persecución religiosa y las matanzas de Paracuellos. De eso van estas líneas.

El anticlericalismo se convirtió en violencia antes de cumplirse un mes de la proclamación de la II República: el 10 de mayo de 1931. Se quemaron 100 iglesias y conventos ante la pasividad de la policía; los bomberos aseguraron que las llamas no dañaran edificios colindantes. Se perdieron obras de arte, bibliotecas, valiosa documentación y, en definitiva, patrimonio histórico. Azaña reaccionó: «Todos los conventos de España no valen la vida de un republicano». La izquierda respondía con incendios tras una reunión de gentes de derecha que inauguraban un Círculo Monárquico. Esa era la libertad democrática desde el inicio republicano. La CNT convocó una huelga general. Al día siguiente ardieron iglesias y conventos en Málaga, donde quemaron el palacio episcopal, Sevilla, Cádiz, Córdoba, Murcia y Valencia.
La persecución religiosa fue sistemática durante la guerra. Fueron asesinados 13 obispos, 4.184 sacerdotes, 2.365 monjes y frailes y 283 monjas. Se produjeron violaciones a monjas y torturas a sacerdotes y frailes. Y se persiguió a católicos por serlo. Párrocos de numerosos pueblos fueron salvajemente torturados antes de ser asesinados: crucifixiones, castraciones, cortes de orejas, corneo por toros con lidia previa y descabello… A muchos sacerdotes se les obligó a cavar sus tumbas para ser enterrados vivos. Todo está documentado. Andreu Nin, dirigente del POUM, aseguró: «La izquierda ha solucionado el problema religioso». Ya recordé en alguna ocasión que Nin moriría desollado en Alcalá de Henares por agentes de Stalin, acusado de trotskista.
Ya antes de la guerra, en 1934, en la llamada revolución de Asturias que estalló al no aceptar la izquierda el resultado electoral de 1933 que ganó el centro-derecha, de los más de 1.500 muertos, 34 eran sacerdotes; fue dañada la catedral de Oviedo y quemadas 58 iglesias. El diplomático y escritor republicano Salvador de Madariaga escribió: «Con la rebelión de 1934 la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936».
La mayor masacre en la retaguardia republicana se produjo en Paracuellos, y hubo también asesinatos múltiples en Torrejón de Ardoz, entre el 7 de noviembre y el 4 de diciembre de 1936. Lo han tratado varios autores, Ian Gibson el más riguroso para mí, que en el prólogo de «Paracuellos como fue» (1983) se declara socialista «ganado por la Historia por encima de inclinaciones políticas». Según fuentes fiables fueron 2.500 los asesinados, 276 de ellos menores de edad, aunque las cifras varían según los investigadores, y se han llegado a barajar entre 4.500 y 10.000 víctimas. Según Pedro Corral «Antes de Paracuellos, el ritmo de asesinatos en las calles era de 200 por día».
El desplazamiento de los presos a Paracuellos se disfrazó como traslado de cárcel. El máximo responsable de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid era Santiago Carrillo y su lugarteniente Segundo Serrano Poncela, que firmaba las órdenes. Aunque Carrillo lo negó siempre, es inimaginable que no conociera el fin trágico de aquellos traslados. El propio ministro de Justicia de Largo Caballero, el anarquista García Oliver, camarero, que dejó la escuela a los 11 años, y el ministro de Gobernación, el socialista Galarza, jurista, conocieron lo que estaba ocurriendo, aunque mintieron a diplomáticos, como el cónsul de Noruega, Schlayer, a periodistas internacionales y a parlamentarios ingleses que viajaron a España.
El hombre bueno, llamado «el ángel rojo», fue el anarquista Melchor Rodríguez mientras ejerció como «inspector especial del Cuerpo de Prisiones». Acabó con las «sacas», aunque le abroncó el ministro García Oliver porque, según Preston, «no aprobaba las iniciativas que había tomado para impedir el asesinato de los prisioneros», y Rodríguez fue cesado. Volvería a partir del 4 de diciembre, y definitivamente acabaron los asesinatos múltiples de Paracuellos.
En la preparación de las matanzas intervinieron, con distinta participación, dos agentes soviéticos: Koltsov y Orlov, éste jefe de la NKVD en España. Todos querían demostrar lo que ya había anunciado Largo Caballero: «La democracia y el socialismo son incompatibles». Buscó la guerra civil y lo dejó escrito. Tuvo la guerra. pero no con el resultado que deseaba.
Un colofón de película. El 8 de diciembre de 1936 fue derribado sobre Pastrana el avión francés en que viajaba el doctor suizo Georges Henny, delegado en España de la Cruz Roja Internacional. El piloto logró evitar una tragedia, pero Henny resultó herido de cierta consideración. El Gobierno difundió que el avión había sido «criminalmente atacado y derribado por la aviación fascista». Luego se descubrió que lo habían atacado dos cazas republicanos pilotados por soviéticos. Henny portaba documentación sobre las matanzas de Paracuellos que debía presentar a la Sociedad de Naciones en Ginebra. Ya no pudo entregar nada. La documentación se destruyó. Largo Caballero buscaba exactamente eso. El Gobierno mintió al atribuir el daño a los fascistas. Como ahora. Es que no cambian.
- Juan Van-Halen es escritor académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando