Disney de purísima y oro
Walt Disney era un hombre demasiado inteligente para sentirse cómodo con el abuso ideológico en el que ha caído su corporación. Sin duda, detestaría la entrega a las ideologías impositivas de sus últimos sucesores. Él no abusó de la inocencia infantil para vender panfletos
Walt Disney no sacudía el pañuelo verde desde el siete para protestar: «¡Cojo! ¡Cojo!», porque nunca se sentó en el tendido de una plaza de toros. Sin embargo, le interesaron las corridas desde la lejanía de California por la plástica que las envuelve. Liturgia, colorido, movimiento, exaltación popular y reacciones de los astados son material jugoso para quien se ganaba la vida elaborando películas de dibujos animados en las que realizaba, en buena medida, una interpretación didáctica de los instintos animales. Gracias a esa mirada novedosa, los niños de las décadas de los treinta, cuarenta, cincuenta y sesenta del pasado siglo conocieron –a través del prodigio de la animación– el comportamiento de muchos de los pasajeros del Arca de Noé.
Las bestias de Disney casi siempre aparecían humanizadas, lo que ya hizo Esopo al endilgar raciocinio a cuervos y zorras, cigüeñas y hormigas, lobos y palomas… Sin embargo, así como en los textos orales y escritos el lector se ve obligado a hacer uso de la imaginación (quizás desconoce la factura exacta de un camaleón o de un puercoespín), los protagonistas de sus dibujos se mueven por los decorados según las características de cada especie (el cisne se desliza por el lago como un cisne; la gallina picotea el maíz como una gallina), pues los artistas encargados de darles vida estudiaban al detalle su anatomía y modo de funcionar.
No me refiero al ratón Mickey, que no tiene nada de ratón (no tardaron en eliminarle la cola y su pasión por el queso), ni a Donald, un pato de granja al que no le gusta en demasía el agua. Hablo de grandes producciones como Blancanieves, en la que los animales del bosque son perfectamente reconocibles en su forma y etología. Lo mismo ocurre con los venados en Bambi, los perros y felinos en La Dama y el Vagabundo y Los Aristogatos, y también con la rica variedad de insectos de aquellos cortos que completaban en las salas los largometrajes de la marca.
Como aficionado a los toros y como devoto de los trabajos cinematográficos que realizó la compañía durante el tiempo en el que vivió su fundador, no encuentro incompatibilidad entre la realidad cruda de la naturaleza y la versión infantil, edulcorada, de la reconocida firma (en algunos títulos WD no esconde los aspectos más violentos de las especies; ahí está el papel que juegan ratas, lobos, serpientes, ballenas, mininos…). Lo suyo no era ni de lejos animalismo, enloquecido cambio de patrones en el que el caniche toy ha venido a ocupar el lugar del bebé. La maestría de sus equipos le permitió calzar en los animales casi todos los patrones de conducta del hombre, que convirtieron al león en una hermanita de la caridad, al zorro en un aprovechado sinvergüenza, al rinoceronte en un bruto sin iniciativa y al toro bravo –¡ay, Fernandino!– en un ejemplar sensible que se solaza aspirando el aroma de las flores.
A propósito de aquel toro, Disney exigió a los guionistas y dibujantes encargados de dar argumento, movimiento y color a Ferdinand the bull (que se llevó un premio Oscar), que las escenas taurinas fueran fieles a la realidad, sin prescindir del humor blanco tan ligado al cine mundo de tartazos y tortazos. Por eso los trajes de luces son muy parecidos a los que vestían las figuras del toreo en los años previos a nuestra Guerra Civil, el paisaje parece evocar la Ronda de los poetas románticos (en una extraña mixtura con los secarrales del interior del norte de México), el coso donde se celebra la corrida es un edificio con solera, la misma solera zuloaguesca que tienen banderilleros, varilargueros y caballos de picar. Además, don Walter solicitó un guiño al equipo de realización: que el matador se pareciera a él. Más aún, que llevara un fino bigote como el suyo. También que luciera un terno como el que había visto portar con elegancia a un jovencísimo espada, en una fotografía que lo retrataba en el patio de caballos de la vieja plaza de Madrid. Disney no sabía que se trataba de José Gómez Ortega, Gallito en los carteles, Joselito para el público y el Rey de los toreros para la legión de admiradores que le ven como 'padre' de la tauromaquia moderna, aquella que supera el marchamo de la cultura para asentarse en los laureles del arte.
Walt Disney era un hombre demasiado inteligente para sentirse cómodo con el abuso ideológico en el que ha caído su corporación. Sin duda, detestaría la entrega a las ideologías impositivas de sus últimos sucesores. Él no abusó de la inocencia infantil para vender panfletos, sino que para los niños adaptó la realidad, pero sin esconder su cara amarga. De ahí el desfile de brujas y malvados. De ahí que ante los ojos de aquellos infantes Dumbo se emborrachara hasta entrar en el delirio de la psicodelia, Pinocho fumara en la maldita Isla de los Juegos, la madre de Bambi muriese del tiro certero de una escopeta sin escrúpulos (el buen cazador nunca mata durante la crianza) y Fernandino se asomara a una plaza donde los toros se lidian y matan a estoque.
- Miguel Aranguren es escritor