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Miguel Aranguren

Silencio

El tiempo nos ha enseñado que no es preciso decirlo todo, que los gestos, las expresiones, los ojos… también saben hablar. En todo caso, nuestro silencio es momentáneo, unas veces más extenso que otras, pero sin cacharrería por los aires ni almuerzos mudos, un silencio sabio

Actualizada 01:30

Acabo de leer una selección de artículos de larga extensión de Natalia Ginzburg, la escritora total palermitana. La edición que presenta Acantilado incluye el año (1951), el lugar donde fue elaborada (Turín) y la revista en la que fue publicada («Cultura y realtà») una singular reflexión acerca del silencio (precisamente ese es el título del escrito, «Silencio»), en el que con un indisimulable pesimismo la italiana echa la vista atrás para presentarnos la carga que supone vivir callado desde la más tierna infancia. Desconozco cómo fue la familia en la que nació, se crio y creció, aunque sobre sus líneas sobrevuelan las apasionadas discusiones de unos padres que llegaban a lanzarse la cacharrería doméstica a la cabeza en el punto álgido de sus rencores. Los niños –la propia Natalia y sus hermanos– no estaban autorizados a hablar en la mesa, lo que le provocó un sentimiento de culpa ante la palabra oral a lo largo de toda su vida, cuya espuma angustiada arrastró los diálogos de los personajes de sus narraciones, elemento especialmente complejo cada vez que se sentaba a escribir.

En una Italia cuajada de ruido (de conversaciones a gritos, de palabrería vana, de infinitos discursos fascistas, de arengas comunistas, de cacareos, cuchilladas de espolón y quiquiriquíes en ese parlamento que parece un manicomio de enfermos de verborragia), Ginzburg, náufrago entre el marasmo, se sabía acosada por un silencio deprimente y depresivo que envolvía su existencia. Era, sin saberlo, una sordomuda funcional sin diagnóstico, que solo conseguía vislumbrar un guiño de esperanza en los viajes al extranjero, las borracheras o las partidas de bridge. En el colmo de esa presión tormentosa y callada, no había nada peor para la escritora que acudir al cine con un hombre, donde la proyección de la película imponía un mutismo obligado, o como hacer el amor, «que se puede hacer también sin palabras», concluía desde la ironía desolada del judaísmo ateo.

Cuando mi mujer y yo éramos novios, aprovechamos un día de agosto para sentarnos a comer en el jardín de un restaurante, en Guernica. Parloteábamos bajo la agradable sombra de un tilo añoso, con la alegría incontenida de aquellos que están a punto de comenzar la más atrevida de las aventuras. Mientras dábamos buena cuenta de un pescado, descubrió que, a unos metros frente a ella, un hombre y una mujer mayores, sentados mano a mano, como nosotros, compartían un chuletón sin dirigirse la palabra ni la mirada. Cortaban tajadas de la carne, la llevaba cada cual a su plato, partían pequeños trozos y los masticaban con deleite, pero sin conexión alguna entre ellos, cuando compartir mesa y mantel es una actividad definitorias para el entendimiento entre los seres humanos, a quienes no nos basta con alimentarnos (podríamos comer en soledad, directamente de la olla, de la bandeja del horno o de la sartén, y cubrir esa necesidad física en un santiamén, prescindiendo de las exigentes normas de urbanidad) sino que precisamos hacerlo amigablemente, sin prisa, siempre en compañía.

Un camarero les retiró los restos y los platos antes de tomarles la comanda del postre. Hasta que regresó, portando las dos correspondientes porciones de tarta, los comensales, con los codos apoyados en la mesa, las manos entrelazadas entre sí y la barbilla sobre los nudillos, se distrajeron con el bullicio del restaurante al aire libre, pero sin contemplarse ni mediar palabra. Entonces mi novia me dirigió una petición angustiada: «Que nunca nos suceda; que no acabemos así».

Han pasado los años. La alegría de los parloteos con mi esposa ya no es incontenida, sino apacible, con sus picos y sus simas, y viene acompañada por el carril de los recuerdos que jalonan nuestro matrimonio, en el que desde hace años caben los silencios, silencios necesarios para el bien de nuestro amor, pero sin atisbo de culpa. El tiempo nos ha enseñado que no es preciso decirlo todo, que los gestos, las expresiones, los ojos… también saben hablar. En todo caso, nuestro silencio es momentáneo, unas veces más extenso que otras, pero sin cacharrería por los aires ni almuerzos mudos, un silencio sabio, modelado entre los dos a lo largo de cinco lustros, cortado de pronto por una reflexión, una petición, un mandato, unas palabras vanas y vagas, un comentar aburrido o gracioso. Me hubiera gustado presentar nuestro silencio a Natalia Ginzburg, que se sentara frente a nosotros y se diera cuenta de que en la mudez también va trenzado la cuerda de la felicidad.

  • Miguel Aranguren es escritor
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