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Miguel Aranguren

Miedo, tengo miedo

Lo que sugiero es que nos enfrentemos al miedo como herramienta de gobierno, y que se castiguen los bulos que causan un estado general de pánico

Actualizada 01:30

De niño me aterraban las tormentas. El tiempo que transcurría entre el fogonazo del relámpago y el estruendo –como de rocas desprendidas– del trueno me causaba un descorazonador estado de alerta, mezcla de miedo a que el cielo se derrumbara sobre nuestras cabezas (¡ay, Abraracúrcix y sus vengativos dioses celtas!) con que los cristales de la casa saltaran en pedazos (recordaban mis abuelos la noche en que una jovencísima Rocío Jurado les hizo una visita, y al entonar las notas más altas de un fandango hizo retemblar los ventanales. Si el chorro de voz de la chipionera tenía el poder amenazante de los gorgoritos de Bianca Castafiore, que no podría conseguir el retumbo cabreado de las nubes negras). El pavor infantil hacía que mi corazón se desbocara, me sudasen las manos y terminara por buscar el amparo de mis padres. Es decir, la tempestad me impedía seguir con mis juegos, con la lectura de algún tebeo o el coloreo de un dibujo. Era víctima del miedo, grillete de los hombres libres.

Los poderosos han convertido el miedo en un recurso habitual para pastorear al pueblo. Años ha conversábamos a media voz acerca de un teléfono rojo, cuyo uso sumiría al mundo en un reventón nuclear que nos mandaría inmediatamente al carajo. Nos atemorizaba el gesto avinagrado del mandamás del Kremlin, de cuyo dedo índice dependía una lluvia fatal y definitiva de misiles sobre el paraíso libre, que sin duda provocaría otra lluvia de misiles norteamericanos sobre el oscuro infierno comunista. El final de los tiempos, por tanto, dependía de la veleidad de un malvado ruso y de la chulería de un yanqui mascador de chicle. Mientras tanto, Occidente daba la espalda a los padecimientos que sucedían detrás del telón de acero; fue el miedo el que nos hizo culpables de no reconfortar tanto sufrimiento.

Para comprobar el recurso a la pavura, basta tomar asiento ante el televisor y certificar que no hay noticiero que no pretenda despertar un terror colectivo. Ocurrió con las variantes posteriores al virus del Covid, que abrieron veda a la difusión de tragedias vinculadas a distintas enfermedades infecciosas que amenazaban volver a colapsar sistemas sanitarios y morgues, cuando la realidad se trataba de pequeños brotes localizados que enseguida perdían su fuerza contagiosa. Ocurre con la proclama ecologista, que desde los años treinta del siglo XX no se cansa de augurar la desaparición de miles de especies animales y vegetales que, gracias a Dios, si se extinguen lo hacen de modo natural, como viene sucediendo desde que el mundo es mundo. Ocurre con los discursos maltusianos, que en sus oráculos de hambrunas planetarias erraron de cabo a rabo. Ocurre con la amenaza de un veloz cambio climático, que arrancó en los noventa con la desaparición de la capa de ozono (de lo que se culpó a los aires acondicionados, a los botes de laca y al desodorante en espray… y me entra la risa), prosiguió con el avance imparable de la desertificación de bosques, selvas y prados de Sur a Norte de nuestro planeta, continuó con los riesgos inherentes a los cereales transgénicos, con el maná de los coches no contaminantes, con los mandamientos civiles de la Agenda 20-30, con la pertinaz sequía de la que ya hablaba el NODO de los años cuarenta… y ahora se alarga con la venganza de la Naturaleza en forma de tsunamis (antes maremotos), huracanes y borrascas torrenciales a las que endilgan un nombre de pila, como a los fantasmas del registro civil.

No pretendo banalizar los terribles efectos de la DANA, pues además de ciego, sería una persona mala y tonta. Tampoco eximir a las autoridades de su obligación de prever las consecuencias trágicas que pudieran causar algunos fenómenos atmosféricos. Lo que sugiero es que nos enfrentemos al miedo como herramienta de gobierno, y que se castiguen los bulos que causan un estado general de pánico.

Es perverso alimentar el miedo colectivo, que consiste en dar al ciudadano una ración diaria de responsabilidad ante situaciones que se le escapan de todo control y que, en muchos casos, no son ciertas o resultan medias verdades. Para ejemplo, una ristra de botones: ni existen hechos probados acerca de los males que nos traerá la elección de Donald Trump, ni los partidos de la derecha europea tienen previsto aherrojar nuestras libertades, ni la guerra de Rusia contra Ucrania nos ha dejado sin alimentos (en todo caso, nos ha vaciado los bolsillos), ni hay ejército que dispare a las nubes, ni malos de película de James Bond que esparzan piojos desde el cielo, ni en los próximos años peligran las reservas mundiales de crudo, ni los casquetes polares se han fundido ni las costas españolas desaparecerán en un abrir y cerrar de ojos a causa de la furia del mar.

«Miedo, tengo miedo», decía la copla, miedo a que me instrumentalicen con la amenaza de que viene el Coco.

  • Miguel Aranguren es escritor
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