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Miguel Aranguren

El cementerio de Mecano

Mientras escribo estas líneas echo un vistazo al rosario de deportes escogidos para «París 2024», y no dejo de preguntarme si habrá profesionales suficientes para su práctica, conocedores de tantas reglas y locutores que puedan hablar con soltura, por ejemplo, del breaking, la natación en aguas abiertas...

Actualizada 01:30

Con esto del fútbol, seguido por el tenis y continuado con el festín de las Olimpiadas, más allá del magnífico espectáculo y de las inmensas alegrías por los triunfos de los deportistas que nos representan, es relativamente fácil descubrir las numerosas torpezas de quienes verbalizan cada partido, cada carrera, cada desafío en los distintos canales de radio y televisión. Comprendo la dificultad llegado el momento de describir lances inmediatos e imprevisibles. De hecho, yo no sería capaz de dar voz con semejante fluidez a lo que sucede en un estadio o en una cancha, salvo que me especializara en halterofilia, disciplina que permite tomar más de un respiro entre esfuerzo y esfuerzo titánico por parte de quienes alzan durante unos segundos esos discos de peso inverosímil.

Por cierto, mientras escribo estas líneas echo un vistazo al rosario de deportes escogidos para «París 2024», y no dejo de preguntarme si habrá profesionales suficientes para su práctica, conocedores de tantas reglas y locutores que puedan hablar con soltura, por ejemplo, del breaking, la natación en aguas abiertas, el surf, el piragüismo en eslalon, el skateboarding o el voleibol en sus dos modalidades: pista y playa. Al menos, he bajado de pulsaciones al saber que no hay espacio para el ajedrez, que precisaría la locución del mismísimo Profesor Siesta de nuestra infancia, una marioneta azul que se quedaba dormida mientras hablaba.

Decía que describir un lance deportivo a micrófono abierto no debe ser fácil; por eso quito valor a la acidez de mis críticas. Además, no estoy seguro de que la mayoría del público que se reúne alrededor del televisor o del que sigue los deportes por las ondas radiofónicas (¡qué maravilloso ejercicio para la imaginación!) exija un lenguaje cuidadosamente sometido a las reglas de la gramática y la sintaxis, y a la vez aderezado con la riqueza léxica que sanciona el diccionario de la RAE, dando por cierto que desde hace años recibe un maltrato por parte de los académicos, quienes pronto incluirán a los simpáticos emoticonos para limpiarlo, fijarlo y darle esplendor.

Sobre la riqueza léxica, contaré que me divierto con la más pequeña de mis hijos, que tiene quince años recién cumplidos, al practicar un ejercicio matutino que realizamos mientras le acerco en coche al colegio. Una vez asumió que su padre es un carroza respecto a sus gustos musicales, acepta sin protestar aquello que escucho al volante. Y no es que los letristas en español del siglo pasado fueran discípulos de Pemán, pero convengamos que, en general, trataban con respeto la materia fundamental de su trabajo. Invito a comprobarlo, por ejemplo, en algunos títulos del género de la copla, que es rico en términos y en el empleo de una elegante elipsis para describir dramas de alto voltaje pasional. Pues bien, por la carretera le voy preguntando por el significado de algunos vocablos que elijo con cierta mala idea. Aunque no acierta en todos, el contexto de las estrofas le ayuda a no marrar muchos de sus tiros. En esas andábamos un día cuando arrancaron los primeros compases de «No es serio este cementerio», divertida canción compuesta por José María Cano para que la vocalizara Ana Torroja en el mejor de los álbumes de Mecano. Acompañados por su marcha luctuosa, recogimos una serie de palabras que –a su juicio– la mayoría de los chicos y chicas de su edad no serían capaces de darles su significado correcto. Enumero algunas: cipreses, velan, delimita, ermita, fosa común, misa luba, lápidas, nichos, panteón, Juicio Final, rancio abolengo… así como la recitación de una frase en latín acerca del final de la gloria humana.

El maltrato del lenguaje, la reducción del número de palabras que utilizamos, así como a la constatación de que cada vez leemos menos y que aquello que leemos adolece una objetiva falta de calidad, podría explicar no solo la carencia expresiva de adolescentes, jóvenes y adultos, sino los dislates de los narradores deportivos, la cursilería verbal que emplean muchos de ellos, su abuso en el empleo de barbarismos y la incapacidad para llamar a las cosas por su verdadero nombre. Aunque no pretendo que remeden a Fernando Lázaro Carreter, con su didáctica deberían sembrar, al menos, cierta corrección.

  • Miguel Aranguren es escritor
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