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Luis E. Íñigo

A vueltas con las tabletas

Terminamos con la sensación de que nuestros hijos han servido como conejillos de indias de una innovación que se ha generalizado sin que sus beneficios y sus riesgos hayan sido contrastados previamente en un entorno controlado

Actualizada 04:30

La noticia salta de nuevo a las hojas de los periódicos y, cómo no, a las pantallas de los ordenadores, las tabletas y los teléfonos móviles: la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid prepara un Decreto que limita de forma drástica en Infantil y Primaria el uso didáctico de los dispositivos digitales.

El revuelo mediático ha sido notable, como sucede cada vez que la Comunidad Autónoma que preside Isabel Díaz Ayuso, bestia negra de la izquierda patria, anuncia una nueva iniciativa, más o menos acertada, que de todo hay. En esta ocasión, sin embargo, mi opinión es que, con ciertos matices, la decisión adoptada es correcta.

Ya lo recordé en un artículo publicado en este mismo periódico hace unos meses. En los primeros años de la infancia, el uso de pantallas digitales, incluso sin llegar al abuso, puede producir efectos nocivos. Y no se trata de deterioros cognitivos leves que remiten al poco tiempo tan solo con retirar el elemento dañino que los provoca, sino de daños permanentes que afectan a la capacidad de concentración, la empatía, el manejo de la frustración y el control de los impulsos, capacidades todas ellas imprescindibles para el aprendizaje eficaz e incluso para la interacción social sana.

El uso temprano de la tecnología digital como instrumento didáctico puede resultar, pues, contraproducente. La propia UNESCO advertía de ello hace poco menos de dos años. El último informe GEM (Global Education Monitoring) 2023 sobre educación y tecnología, que revisa las políticas educativas de 211 estados y territorios del mundo, asegura que los datos de evaluaciones internacionales a gran escala, como los proporcionados por el célebre Programa para la Evaluación Internacional de Estudiantes (PISA), sugieren una relación negativa entre el uso excesivo de las TIC y el rendimiento de los alumnos. La lectura del informe deja un regusto extraño, como de cosa conocida, como si sus autores no hicieran nada más que descubrirnos, perdón por el vulgarismo, las sopas de ajo. Afirma, como si fuera algo nuevo, que los sistemas educativos deben garantizar siempre que los intereses del alumnado se sitúen en el centro y que las tecnologías digitales se utilicen para apoyar una educación basada en la interacción humana en lugar de sustituirla. Pero también pasa revista a los retos educativos para los que un uso adecuado de la tecnología puede ofrecer soluciones, sin dejar de reconocer que muchas de las vigentes pueden ser dañinas. El informe examina las formas en que la tecnología puede ayudar a reducir las brechas entre los alumnos en cuestiones relativas al acceso, la equidad y la inclusión en la educación. También valora su utilidad para mejorar los sistemas de gestión educativa. Y no deja de reconocer su capacidad para mejorar la enseñanza y el aprendizaje de competencias clave, entre ellas el propio desarrollo de habilidades digitales imprescindibles para la vida. Pero no se olvida de recordar que la tecnología puede ensanchar las brechas educativas si no se asegura el acceso equitativo para todos los estudiantes. Advierte contra el uso desmedido de herramientas digitales, que limita la interacción humana, esencial para el aprendizaje. Y, muy especialmente, recuerda que en la educación temprana el uso de tecnología puede interferir con el desarrollo cognitivo y social de los niños.

Leído el informe, terminamos con la sensación de que nuestros hijos han servido como conejillos de indias de una innovación que se ha generalizado sin que sus beneficios y sus riesgos hayan sido contrastados previamente en un entorno controlado. No es la primera vez. Parece que nuestros pedagogos —valga el oxímoron— no aprenden. Siguen entregados a la búsqueda de la piedra filosofal, y, de tanto en tanto, nos aseguran haber destilado por fin el elixir milagroso capaz de elevar la enseñanza a un nuevo estadio evolutivo en el que todos los alumnos, sin excepción, aprenderán cuanto tengamos a bien enseñarles. Los que llevamos en esto algunas décadas hemos conocido ya unas cuantas panaceas: las diapositivas, el vídeo, el ordenador… y al menos un par de paradigmas pedagógicos hegemónicos: el conductismo y el constructivismo. Por supuesto, todas estas aportaciones son útiles; todas ellas amplían las posibilidades metodológicas o inciden sobre aspectos pedagógicos nuevos. Pero ninguna de ellas es suficiente por sí misma, principalmente porque hablamos de un sistema, el educativo, inserto en otro sistema, el social, y sin incidir sobre el segundo en modo alguno podremos mejorar significativamente el primero, por más innovaciones que apliquemos. Por desgracia, la alargada sombra del Informe Coleman, a punto de cumplir seis décadas, sigue proyectándose sobre nosotros como un incómodo recuerdo de que los factores socioeconómicos siguen siendo los predictores más determinantes del éxito o el fracaso educativo.

Seamos, pues, más humildes. Usemos, desde luego, los ordenadores, las tabletas e incluso los teléfonos móviles, en el aula y fuera de ella, pero no cometamos el error de abandonar el libro de texto, los apuntes, las clases magistrales, el lápiz y el papel. ¿Por qué hacerlo ahora si nunca, ni en el mundo de la educación ni en el de la cultura en general, lo hemos hecho? ¿Acaso cuando se generalizaron las calculadoras dijimos a nuestros alumnos que ya no necesitaban aprender a multiplicar? La tecnología, bien entendida, debe incrementar nuestra capacidad de aprendizaje y disfrute, no sustituirla. De lo contrario, estaremos poniendo en grave peligro nuestro acervo cultural y con él, nuestra identidad colectiva y los mismos valores que sustentan nuestra existencia como individuos libres. Debemos tener esto muy claro precisamente ahora cuando el auge de la Inteligencia Artificial nos sitúa en el amanecer de un mundo en el que, con toda probabilidad, no seremos ya la especie más inteligente sobre la faz de la tierra. ¿Debemos por ello dejar de pensar y permitir que las mentes artificiales piensen en nuestro lugar? ¿Deseamos dar vida a un Gran Hermano que, como en la ficción orwelliana, tome por nosotros, apelando a nuestro beneficio, hasta la más ínfima decisión de nuestra existencia?

  • Luis E. Íñigo es historiador e inspector de educación

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