Una sociedad sin adultos
Abundan en nuestros días los adultos incapaces de percibir los infinitos matices del bien y el mal, los innumerables grises que separan el blanco del negro
Vivimos en plena era del infantilismo. Una suerte de ingenua puerilidad parece haber colonizado la mente desprevenida y huérfana de herramientas críticas de buena parte de los adultos. No se trata tan solo de que el consumo de juguetes y videojuegos se haya disparado entre los hombres de mediana edad. Ni de que los gimnasios se llenen de cuarentones ávidos de modelar su cuerpo a imagen de los superhéroes de Marvel que pueblan los cómics y las películas que consumen con fruición digna de mejor causa. Es mucho más grave. Abundan en nuestros días los adultos incapaces de percibir los infinitos matices del bien y el mal, los innumerables grises que separan el blanco del negro. La sensiblería ha sustituido a la sensibilidad; lloramos hoy ante espectáculos que a nuestros abuelos les habrían provocado risa. Como víctimas de un peculiar síndrome de Peter Pan (Kiley, 1994), nos ilusiona el envoltorio antes que el regalo y aspiramos tan solo a abrir un presente tras otro, desechándolos sin haberlos disfrutado apenas. La forma se aprecia más que el fondo; la apariencia se ha impuesto sobre la esencia.
Las leyes mismas parecen haberse contagiado de esta forma de ver el mundo. Su altisonante exposición de motivos, cargada de moralina barata y severas reconvenciones a la ciudadanía díscola hacia la ideología oficial, reclama más espacio que la parte dispositiva, a menudo huera de medidas efectivas. Nuestros dirigentes parecen partir de la presunción de que no somos sino una alocada pandilla de niños inmaduros que necesitan ser educados en la verdad, incapaces de razonar lo bastante para encauzar con responsabilidad su propia vida. Quiebra con ello un presupuesto básico de la democracia liberal, que predica la libertad y la autonomía moral del individuo, trazando con claridad los límites de la acción del Estado (Berlin, 2004). Este queda así revestido de la capacidad de imponer su propio concepto de una vida buena, sin respeto alguno por lo que cada persona entienda que lo es para sí de acuerdo con sus principios.
No es extraño, por ello, que, si los adultos son tratados como niños, los niños sean tratados como adultos. Fenómenos tan asombrosos como el de Greta Thunberg, la activista sueca adolescente a la que se reconoció autoridad moral para instruir a sus mayores sobre la urgencia de frenar el cambio climático, no serían posibles en una sociedad madura. Pero son coherentes con un contexto de acusada sensiblería en el que los sentimientos poseen más fuerza que los argumentos y los hechos para mover la voluntad de las personas; una era en la que las emociones se utilizan con descaro para imponer decisiones huérfanas de fundamentos racionales. Olvidamos que, aunque el Popol Vuh de los antiguos mayas recomendara siempre, en caso de duda, el camino del corazón, las buenas intenciones, por sí solas, no han resuelto nunca problema alguno. A menudo, incluso los han agravado.
Se oculta detrás de tales prácticas esa especial forma de razonar que Gustavo Bueno denominó «pensamiento Alicia» (Bueno, 2006). La expresión, que alude al mundo mágico que Lewis Carroll imaginó en Alicia en el país de las maravillas, no describe una mera visión utópica de la sociedad. El pensamiento utópico cree que un mundo perfecto es posible, pero afronta las dificultades que conlleva su construcción. El pensamiento Alicia, sin embargo, identifica la posibilidad de imaginar lo bueno con su realización y deriva en una infantil «huida de la realidad» que da por cierto que la naturaleza no existe fuera de la visión que los seres humanos tenemos de ella, de forma que si cambiamos esa visión o la forma en que la nombramos, la naturaleza cambiará también.
Así expresado, este axioma no parece ir más allá de una cierta radicalización del ideal prometeico que constituye uno de los cimientos de la civilización occidental. Sin embargo, viene a revertirlo por completo. No se erige sobre un fundamento tecnológico y, por ende, racional, sino mágico. En su delirante cosmovisión, las palabras operan como eficaces sortilegios que, al nombrar las cosas de otro modo, las vuelven distintas. Por esta razón se acuñan sin cesar vocablos nuevos; se modela una neolengua orwelliana amparada por una suerte de Ministerio de la Verdad que nos impone una jerga plagada de estrambóticos neologismos capaces de cambiar por arte de magia los fenómenos que nombran. El argumento que subyace en este sofisma es puramente moral. Pero se trata de una moral infantil, buenista, que, como los niños de corta edad, considera injusto el mundo real porque no es como ellos quieren que sea.
En este contexto, el hecho de que las personas sean iguales en dignidad y derechos implica que deben serlo también en capacidades. Que no lo sean en la práctica, ni vayan a serlo por más que se aprueben leyes que lo aseguren, no parece importarles. Y los resultados no son siempre inocuos; a veces pueden ser contraproducentes. Pensemos, por ejemplo, en la voluntad manifiesta, aunque por suerte parece que olvidada, del Gobierno de Pedro Sánchez de eliminar los centros de educación especial, de modo que alumnos que sufren gravísimas limitaciones físicas o intelectuales, y requieren de instalaciones adaptadas y el concurso de un personal muy especializado, se escolaricen en centros ordinarios, acabando así con la supuesta discriminación que sufren por no poder crecer junto a los demás niños. Poco parece preocupar si van a aprender más o menos; si sus necesidades especiales van a ser o no mejor atendidas, o, en fin, cómo afectará la decisión a los alumnos que no sufren discapacidad alguna. El pensamiento mágico no se detiene ante consideraciones tan nimias. Para él, la discapacidad no existe; solo capacidades distintas. La realidad nunca puede ser un obstáculo; es una cuestión de lecturas. Pero si la verdad no existe, tampoco existe la mentira. Y, si todo vale, ¿quién saldrá ganando? ¿Los pobres o los ricos? ¿Los humildes o los poderosos? Blanco y en botella.
- Luis E. Íñigo es historiador e inspector de educación