Fundado en 1910
TribunaFeliciana Merino Escalera

Danzaréis: una defensa del amor frente a su caricatura moderna

Hablemos más bien de un amor que no es rendición sino alianza, que no niega la herida, pero la abraza; que no borra las diferencias, sino que las celebra. Los cuentos y los mitos –lejos de ser reliquias–, no han desertado de este amor

Actualizada 01:30

Nos han querido convencer de que el amor es una trampa, de que entregarse es sumisión. Nos han dicho que el cuidado es una debilidad disfrazada de virtud. Que la verdadera libertad consiste en no necesitar, no esperar, no depender, no amar. Que el corazón debe blindarse como una fortaleza sitiada.

Desde hace unos años, se libra una cruzada contra lo que llaman «amor romántico», acusándolo de ser el opio con que generaciones enteras de mujeres fueron encadenadas bajo eslóganes envenenados: «que sólo podemos ser completas en relación a un hombre», «que el amor romántico genera relaciones desigualitarias, tóxicas y de abuso», «que los hombres solo buscan conquistar para después domar y abandonar», etc.

Pero estas no son verdades heredadas del amor romántico, sino caricaturas nacidas del resentimiento. La peor versión del amor la han escrito quienes no supieron amar. De sus heridas nace el odio al amor, y con él, la tentación de vaciar de significado una de las experiencias más humanas y maravillosas.

La consecuencia de tantas mentiras –en realidad de tanto miedo– es una soledad camuflada con ropajes de poder y libertad. Pero fíjense qué curioso: la soledad de las mujeres se celebra como autonomía y empoderamiento, efecto del 'solas y borrachas' que eleva el aislamiento a conquista –de hecho, si se te ocurre atacar el considerable aumento de los niveles de soltería, te conviertes en una misógina retrógrada y reaccionaria–. La soledad masculina, sin embargo, es vista como un merecido castigo por siglos de patriarcado y sometimiento o producto, en todo caso, del miedo y la desconfianza inevitables.

En este panorama, en este modo de relacionarnos, el vínculo se ha vuelto sospechoso y la intimidad un campo de batalla. El mundo de las relaciones es un mundo que ha perdido calidez, es más frío, más calculador, más acorazado. El amor es una palabra incómoda, o peor, una pantomima, cuando no una quimera. En lugar de hablarles del amor a nuestros hijos, nos amurallamos y les decimos que el amor es un «cuento chino» (nunca entendí bien esta expresión). Dejamos de amar y de creer en el amor. El miedo ha sustituido al sacrificio, el recelo a la confianza, la igualdad a la complementariedad.

Hoy, en un mundo agotado por la cultura del éxito y la esclavitud al mercado, cuando el alma y el cuerpo claman hocicando cobijo y reposo al abrigo del pálpito sincero, cuando las relaciones se enfrían por miedo a la entrega, cuando a nuestra carne entumecida le pasa factura el incansable vaivén del trabajo sin tregua, cuando el corazón se hace preguntas que nadie responde… es más urgente que nunca hablar del amor, pero no de cualquier amor, no de un amor blandengue que se acompleja de sí mismo huyendo como alma que lleva el diablo ante la imagen de su propia fragilidad.

Hablemos más bien de un amor que no es rendición sino alianza, que no niega la herida, pero la abraza; que no borra las diferencias, sino que las celebra. Los cuentos y los mitos –lejos de ser reliquias–, no han desertado de este amor; más bien nos recuerdan, una y otra vez, que estamos hechos para amar y ser amados. El amor es un mito vivo, inscrito en los pliegues más hondos de nuestra humanidad. Una danza sagrada que, aun entre ruinas, puede vivirse y hacer nuevas todas las cosas.

Entre los escombros de una cultura que ha hecho del amor una amenaza, brilla uno de esos mitos encarnados: el de J.R.R. Tolkien y su esposa Edith Bratt. Su historia no responde al cliché del flechazo ni a la sumisión. Es la historia de dos que eligen amarse, sin devorarse ni resignarse.

En sus cartas, Tolkien habla de Edith como la razón por la que pudo crear belleza. La escena en la que ella baila para él en un bosque de Yorkshire, tras su regreso del frente, se convierte en la semilla del mito de Beren y Lúthien, donde una ninfa inmortal renuncia a su eternidad por amor a un hombre mortal. Esa danza, que parecería solo un gesto hermoso, es en realidad un acto de poder, de libertad, de luz. Amar no es fundirse ni dominarse, sino aprender el paso acompasado del otro sin perder el propio compás. En los tropiezos y giros inesperados de esa danza, se revela un amor más grande que precede a todos los amores y nos invita a bailar.

Esa danza —que redime sin poseer, que salva sin esclavizar— es la que nuestros hijos necesitan aprender. Porque el Amor no es una moda cursi ni una trampa cultural, sino un camino que atraviesa la soledad originaria y funda un «nosotros» con una fuerza transfigurada: una muerte que da vida, una vida que es más vida. Un derroche de amor que no conoce fin.

Esta Humanidad renace estos días. Hoy que nuestra cultura ha confundido libertad con autosuficiencia y el amor con un juego de poder de simetrías perfectas, hablar del Gran Amor no es nostalgia, es resistencia, e historias como la de Tolkien y Edith (Beren y Lúthien) nos recuerdan que el amor verdadero no asfixia, no estereotipa, no exige perfección. Acompaña. Transforma. Permanece.

Pero vendrán los hijos del vértigo y del cansancio, criados en pantallas y algoritmos, donde todo es fugaz y nada permanece. Vendrán con las heridas de este siglo tatuadas en el pecho: miedo a confiar, miedo a entregarse, miedo a amar.

¿Y qué les dejaremos?

No una doctrina, sino un canto. No una receta, sino una promesa. Les diremos que aún hay amores que rompen la muerte. Que la danza existe. Que pueden entrar en ella. Que no están solos. Que, en el silencio más absoluto, Alguien los espera.

«Y entonces, quizás, danzaréis.
No por nostalgia, sino por esperanza.
No por miedo, sino por belleza.
Danzaréis, no repitiendo un canto antiguo,
sino componiendo uno nuevo.
Uno que hable de vosotros.
Y que otros, al oírlo, también se atrevan a amar».

  • Feliciana Merino Escalera es profesora Adjunta del Departamento de Humanidades. Universidad CEU Cardenal Herrera
comentarios

Más de Tribuna

tracking