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tribunaMiguel Aranguren

Borrascas

Si en Galicia, Cantabria, las Vascongadas y Navarra esta lluvia pertinaz de marzo y abril no detiene el transcurrir de la vida, en el resto del país se ha convertido en una perturbación, noticia de apertura del telediario, razón del mal humor, de los atascos, de los ríos fuera de cauce, de un mirar constante al cielo

Actualizada 01:30

Llueve, llueve y vuelve a llover. La España esteparia se ha convertido, gracias a estas lluvias díscolas que no respetan nuestra tradición de pantanos a los que alguien les ha quitado el tapón, en un jardín embarrado en el que se nos hunden los pies cuando salimos a pasear, aunque lo del paseo sea más un deseo que una realidad porque llueve, llueve y vuelve a llover.

Como excepción, en las provincias del norte la vida sigue tal cual bajo los paraguas y los limpiaparabrisas, elementos habituales del otoño, el invierno y la primavera, antes también del verano en esas tierras, lo que echo de menos, pues desde hace unos años hordas de veraneantes se instalan en las otrora medio solitarias playas bañadas por las olas del Cantábrico. Vienen en julio y agosto desde las achicharrantes playas del sur (sacudidas unos días por los vientos de poniente y de levante –lo mismo da, pues ambos traen llamaradas del desierto—, y otros adormecidas bajo el fuego de una calma chicha) y las abrasadas calas de las Baleares (a causa de parecida calma chicha y de vengativos huracanes que confunden a la tramontana y el mistral, revestidos por un siroco trastornado que hace volar en llamaradas furiosas toldos, tejas, tejadillos, tejados, campanarios, embarcaciones y algún que otro jubilado alemán en pelotas, también alguna señora de Albacete en canicas, porque a las islas viaja gente muy rara a la que le gustaría que el ser humano volviera a comportarse como aquellos homínidos peludos anteriores al paleolítico, y, claro, no es de extrañar que unos días después, en pleno agosto, el alemán o la albaceteña aterricen de cabeza, tal y como Dios los trajo al mundo, en el jardín, por ejemplo, de una respetable familia que sestea en un chalé de Mojácar).

Si en Galicia, Cantabria, las Vascongadas y Navarra esta lluvia pertinaz de marzo y abril no detiene el transcurrir de la vida, en el resto del país se ha convertido en una perturbación, noticia de apertura del telediario, razón del mal humor, de los atascos, de los ríos fuera de cauce, de un mirar constante al cielo; mejor dicho, de un mirar constante a un mar inabarcable de nubes grises que se lleva por delante un sinfín de planes para el fin de semana y que son promesa de un tenso aburrimiento, porque en la España seca la lluvia representa eso, un vivir apagado, como de domingo por la tarde, en el que el tiempo atmosférico protagoniza las conversaciones como un mal, una contradicción injusta, sin tener en cuenta que el agua es oro para esta Península de cereal, olivo y frutales, para los pastos que alimentan vacas y ovejas, para retrasar los incendios que trae el estío y para llenar las reservas de los pantanos que construyó un señor bajito al que la estupidez vengativa y propagandista condenó, cuarenta años después de su muerte, a una profanación teatral sin reconocerle, al menos, que le debemos buena parte del agua corriente, de la que riega nuestros campos, produce la electricidad que consumimos y alimenta nuestras industrias. Sin los tan traídos pantanos, ahora que hemos rebasado los cuarenta y ocho millones de habitantes, ni siquiera podríamos llevarnos un buchito de agua al gaznate.

No sé a quién se le ocurrió poner nombre a las borrascas, gesto propio del ecologismo de salón destinado a la población que atiborramos las ciudades y creemos que los huevos los fabrica Roig para sus mercadonas. Es una estrategia más para alimentar el estado de miedo en el que nos maceran nuestros representantes públicos: designa la borrasca con un nombre propio y verás que las masas se encogen, dominadas bajo la amenaza de un fantasma. Avisar de la llegada de Berenice, Enol, Herminia, Ivo o Jana asusta mucho más que anunciar que tendremos una semana de lluvias. Es el sino del hombre del siglo XXI, quizás el más estúpido de la historia (a la altura del homínido peludo del Paleolítico que practica nudismo en Menorca), un esclavo de internet que desconoce el ciclo de la luna, el orden de las mareas y los beneficios de aquellos pantanos del desarrollismo, tan eficaces y duraderos.

  • Miguel Aranguren es escritor
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