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TribunaÁlvaro de Diego

El hombre al que nunca se esperaría en Waterloo

Quedará el ejemplo de sus últimos días, los que devuelven al octogenario con la grandeza a la que nobleza obliga. Un definitivo reencuentro con la dignidad y la medida, que no el cálculo

Actualizada 01:30

Todo transcurre con delicadeza en sus últimos días. Una vida se va apagando. Y ni siquiera los estragos de las fiebres, una afección respiratoria o un forúnculo gangrenoso lumbar desalientan su decisión ni su juicio. Pareciera como si el último recodo de la vereda le reencontrase con la única placidez de la que una vez supo. «Los que no han vivido antes de 1789 no conocen la dulzura de vivir», confió en alguna ocasión. El hombre de Antiguo Régimen, abocado a la condena de una vida no elegida, acumula fabulosas traiciones y medidos agravios, pero Dios le paga con un último consuelo. Desembarazado al fin de toda ambición y cálculo político, puede regresar a la risueña memoria de la infancia, a la morosa serenidad del hogar. En el interior de aquel castillo familiar de provincias la luz penetraba poco, pero alcanzaba suavemente a sus moradores. Ahora sus dedos finos adquieren ya la translúcida palidez de la muerte. Asemejan la tez de tantos pergaminos donde su pluma ha enderezado (o, en ocasiones, torcido) el destino de varias monarquías, una república y un imperio.

La de Carlos Mauricio de Talleyrand, nacido en 1754 como primogénito de una linajuda familia de Francia, ha sido una existencia devastada. Por obra de una oscura y desatenta ama de cría. La niñera descuidó apenas un momento sobre una consola al pequeño, que al caer deforma su pie derecho para siempre. Segundón por accidente, clérigo a su pesar y sobrevenido, se le niegan los honores de su casa. El joven Carlos Mauricio se ve forzado a atravesar el embudo del seminario. «Quieren hacer de mí un sacerdote; harán de mí un ser odioso», se lamenta el hasta entonces fiel hijo de la Iglesia. La falta de vocación transmuta una inteligencia portentosa que, a juicio de Pabón, «derribará hombres y situaciones sin escrúpulo alguno» porque con nada ni con nadie será capaz de mostrar inclinación moral ni compromiso.

Obispo de Autum, Príncipe de Benevento, varias veces ministro de Exteriores de Francia, Talleyrand habrá sido constante contrapunto de Tomás Moro en cuanto al mandato evangélico: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?».

Es el hombre que nunca se apresura, pero jamás llega tarde. Sin asomo de pasión en lo que observa (y callar permite observar mucho), se desmarcará en todo momento de las causas perdidas. Previsor siempre del principio del fin, nunca ha estado presente donde la mayoría se engaña. Gélida y portentosa inteligencia, dotado de la pérfida paciencia del que nada espera, Talleyrand es inmune al mal de altura. Embriagarse en la cúspide de la gloria no resulta propio de estadistas de otro tiempo. Abandonará el Ministerio según se firma en Tilsit. En el arrebato de los Cien Días es el demiurgo que persevera en Viena, un Congreso en el que forzará para Francia los privilegios de un vencedor a costa de tratar a otros, entre ellos a España, como si fueran vencidos.

Y, sin embargo, quedará el ejemplo de sus últimos días, los que devuelven al octogenario con la grandeza a la que nobleza obliga. Un definitivo reencuentro con la dignidad y la medida, que no el cálculo. El hombre que jamás se hubiera dejado arrastrar a Waterloo para servir al capricho de un prófugo firma su escrito de retractación y una misiva al Papa. En los instantes finales dribla toda la ansiedad que turba a los más próximos. Y se hace ungir en el dorso de las manos como el obispo que aún sigue siendo. Pocas horas antes se ha sentado en el borde del lecho para atender la visita del Rey Luis Felipe y su esposa Adelaida. El que fue su embajador en Londres, último destino político de una vida turbulenta, confiesa al soberano con humildad solícita: «(...) Ha venido usted para asistir a los últimos momentos de un hombre que está muriendo. Aquellos que verdaderamente se preocupan por mí el único deseo que pueden anhelar es que esto concluya pronto». Una vida repleta de episodios depravados bien pueden combinarse con el supremo interés de haber servido a Francia. En la ocasión decisiva, el hombre que jamás se apresuró llegaba definitivamente a tiempo.

  • Álvaro de Diego es director del Departamento de Periodismo y Narrativas Digitales de la Universidad CEU San Pablo
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