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tribunaÁlvaro de Diego

Conrad y la botella del náufrago

Conrad, alejado miles de millas náuticas del púlpito, sigue enseñando aquello que quizá los jóvenes no comprenden hoy: que un ser humano tiene que aprenderlo todo y en ocasiones por sí mismo

Actualizada 01:30

Como la botella que el náufrago arroja al océano y no alcanzará ninguna orilla. Como ese errabundo vidrio que contiene un mensaje que quedará siempre ignoto. A finales de 1857 Konrad Korzeniowski vino al mundo en Berdichev, futura cuna del reportero soviético Vasili Grossman y hoy tierra de Ucrania. Para otro desplazado, el austriaco Stefan Zweig, «el apátrida [es] el que se convierte en un hombre libre, libre en un sentido nuevo, sólo aquel que a nada está ligado, a nada debe reverencia». Ningún pensamiento más ajeno al del prematuro huérfano de patriotas polacos. Zweig perdió tres veces su casa y siempre añoró la seguridad de un imperio pluriétnico dinamitado por el nacionalismo. A diferencia de aquel dorado mundo de ayer con corazón en la Viena de los Habsburgo, Korzeniowski nunca tuvo tierra a la que llamar suya. Una cosa es perder algo; otra, no haberlo conocido. El sueño de Polonia, desgarrado entre las fauces de Austria, Prusia y, sobre todo, la Rusia que deportó a sus padres a las puertas de Siberia, resultaba imposible. Y decidió al adolescente szlachta (la estirpe ancestral de Polonia) a salir corriendo. Buscando a miles de kilómetros un mar que había descubierto en los libros, se dirigió a Marsella, donde tras un conato de suicidio (con un fallido disparo al pecho) se embarcó para las Islas Británicas. En Londres pronto le aburrió «gastar suela sobre los adoquines» mientras le calaba hasta el tuétano la llovizna inglesa. Sintió, como Kipling, que algo le llamaba desde «cualquier sitio más al este de Suez, donde lo mejor y lo peor se igualan, donde no hay mandamientos y hay sed de hombres». Nacionalizado británico, literato en una lengua extraña tardíamente adquirida, se enroló en más de una docena de barcos. Y ascendió en la Marina mercante de aquel imperio hasta convertirse en capitán antes de regresar definitivamente a puerto. El mar aparejó su pluma. El velero se convirtió en su patria, aquel lugar donde podía permanecer quieto mientras en torno a él se desplazaba el mundo.

Entre los pliegues de decenas de travesías el joven católico polaco parió a Joseph Conrad, un genio literario que tradujo a novelas sus viajes. Aquí reside lo verdaderamente crucial del autor de Lord Jim, El corazón de las tinieblas o El negro del 'Narciso'. Depresivo y achacoso, anclado a una sensibilidad extrema, tortuoso creador en lengua sobrevenida, Conrad padeció el fatalismo eslavo. Entendió al ser humano inmerso en un poderoso engranaje que casi siempre lo supera. No forjamos, a su juicio, nuestro destino. No echamos a rodar nuestros sueños; más bien, vivimos al pairo en espera de una oportunidad para sumarnos a otros.

Conrad nunca fue un panfletario. Jamás quiso asociarse a causas políticas concretas. Muy por el contrario, se convirtió casi sin quererlo en agrimensor del alma humana. Como recoge en 'La línea de sombra', fue relator del ser humano puesto solo frente «las estrellas, el sol, el mar, la luz, la oscuridad, el espacio, las grandes aguas; la formidable Obra de los Siete Días, a la cual la humanidad parece haber llegado a trancas y barrancas, sin ser invitada».

Ajeno a sermones, viene a decirnos que el destino se encara agarrando los radios del timón cuando todo está oscuro, pues «los problemas de un barco que está en la mar se deben enfrentar en la cubierta». Y son tan sólo el escueto valor y la norma profesional lo que salvan de la podredumbre moral y ese sentido del absurdo que muchas veces ejercen una «bien conocida fascinación» en el alma humana.

Conrad, alejado miles de millas náuticas del púlpito, sigue enseñando aquello que quizá los jóvenes no comprenden hoy: que un ser humano tiene que aprenderlo todo y en ocasiones por sí mismo. Únicamente así logrará salir de la «línea de sombra» que proporciona aquella toldilla en que se agazapa nuestra falta de compromiso y mal entendida inocencia.

En el centenario de su muerte escuetas lecciones le sobreviven a aquel hombre que fantaseaba en inglés y deliraba en polaco. No hay más aristocracia que la de los semejantes honrados. Es transparente el vidrio de la botella del náufrago; deja ver el mensaje: todo lo que se consigue es siempre a costa de algo.

  • Álvaro de Diego es director del Departamento de Periodismo y Narrativas Digitales de la Universidad CEU San Pablo
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