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Otro becerro de oro

He leído estos días que la universidad de Copenhague viene a concluir que, en diferentes áreas motoras del lóbulo parietal, el follón escandaloso, los codazos, las colas interminables y la imposibilidad de dialogar, activan nuestra mente para el desenfreno, incentivando el afán de consumir y comprar

Actualizada 01:30

El día 10 de mayo de 1977, acudí a la Casa de la Juventud, sita en Badajoz. Juan Bautista Rodríguez Arias presentaba una obra entrañable: Yo, el árbol. Poeta hondo y trascendente, ha sido olvidado porque fue alcalde franquista. No importan los servicios que prestara, porque tal condición política se ha convertido en un hierro a fuego, capaz de taladrar cualquier otra cualidad. En su enjundioso poemario se explicitaba la singular entidad de los árboles en la vida humana. Pues su carne va desde el maderamen de la cuna, hasta eso otro momento donde «Yo, el árbol, iré contigo al seno de la tierra abrazando tus gélidos despojos con mis brazos de leña», dice el autor. La catedrática de Literatura Española en la Universidad Autónoma de Barcelona, Carme Riera, recogió en El gran libro de las Nanas, un bello trabajo de Bautista titulado ¡Silencio…!

El profesor Antonio Salguero Carvajal, verdadero especialista en la obra de Jesús Delgado Valhondo, escribe. Un árbol solo es el culmen de su obra poética que refleja la epopeya en la que el frágil y desamparado ser humano se ve.

Cuando José Saramago supo que le quedaba poca vida, fue a su finca y se despidió uno a uno de los árboles. Los abrazaba y lloraba. Por otro lado, la editorial Edelvives publicó la obra de Ignacio Sanz titulada El hombre que abrazaba a los árboles. Una novela que ensalza la naturaleza y la fraternidad humana.

Y, a pesar de toda esa carga mística y sentida que el árbol ofrece, vemos ahora cómo se desfigura su condición, habiendo caído su estampa en una competición de alturas. Se viste el engendro postizo con una luz cegadora, convertido en un espantajo sin clorofila ni savia. Para no ver los cables, enchufes y su esqueleto de aluminio, se le enchufa brillo y un manto de espumillón. Hasta once millones de lámparas pregona Abel, alcalde de Vigo, la grandeza del mamotreto

Desde el suelo la gente mira insípidamente, al tiempo que se pertrecha de un atracón de indolencia. Hemos pasado de construir un Belén con bornizos de alcornoque a este desenfreno gigantesco, dicen «para salvar plantas», mientras se consume la todavía escasa producción de fuentes alternativas de esta manera luminosa.

En un mundo en libertad, cada cual puede adorar al dios que quiera, pero una sociedad como la española, tan rica en costumbres preciosas, no deberían cegar las mentes con este pugilato gigantesco. Este no es un artículo moralizador. En modo alguno. Sino una denuncia de la banalidad creciente. Un árbol es algo demasiado importante como para tunear su imitación con regletas y miles de conexiones.

Cuando me trasladé de Bilbao a Extremadura, mi alumno y amigo Manuel Caballero Rodríguez me regaló un cedro nacido en un tiesto. Creció luego en mi casa de campo, de tal modo que pronto las aves anidaron en sus copas. Al fallecer en el año 2018, Manolo, ese árbol suyo, y mío, empezó a secarse y murió. Nada pudimos hacer, ¡tan poco sabemos! Es como si la planta no hubiera querido sobrevivir al buen jardinero que fue Manolo.

Vivimos rodeados de misterio, pero a la mayoría eso no le importa. Cuando más sabemos, más sabemos que ignoramos. Los más ignorantes tienen la suerte de no saber lo que no saben. Como medicina para huir de estas consideraciones, hemos agrandado el ruido, estalla el reclamo comercial ensordecedor y, en las madrugadas, superamos al «resacón de las Vegas». El silencio muere y habría que fomentar un nuevo humanismo, sin apellidos religiosos si se quiere, pero sin caer en un nihilismo absurdo.

Como sociedad española no podemos huir de nuestra cultura basada en la civilización cristina occidental. Luego cada uno con sus cadaunadas se las arreglará para sus adentros como pueda. Pero, ante este panorama de superficialidad, he recordado estos días que, en el Éxodo, al subirse Moisés al Monte Sinaí, la aburrida muchedumbre de israelitas, con las panzas llenas por el maná que le llegaba a diario a modo de subvención caída de extranjis, se ocuparon, para divertir sus mentes, embelesándose con un becerro de oro.

La pregunta que los lectores podrían hacerse es si ha muerto el espíritu de la Navidad. Nada de eso. Pero ahora vivimos otro modo de entenderla y sentirla. He leído estos días que la universidad de Copenhague viene a concluir que, en diferentes áreas motoras del lóbulo parietal, el follón escandaloso, los codazos, las colas interminables y la imposibilidad de dialogar, activan nuestra mente para el desenfreno, incentivando el afán de consumir y comprar. Es paradójico que, con este nuevo espíritu navideño, hemos inventado el cepo para sucumbir dentro de él. Incluso del entorno familiar, antes cita familiar apacible en la Nochebuena, huyen los jóvenes en busca del trallazo, el lingotazo, buscando el delirio enloquecedor. De ese modo, según los profesores universitarios de Dinamarca, liberan dopamina y endorfina, sintiendo un placer fugaz.

Aquel becerro de oro incitaba la atención silenciosa de los israelitas, este de nuestros días propicia el estruendo.

  • Feliciano Correa es escritor, doctor en Historia y académico de Número
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