Pulso legalÁlvaro Caparrós Carretero

Córdoba en resaca permanente

La diversión sin control, queridos lectores, deja de ser fiesta para convertirse en pura decadencia

Actualizada 04:30

Hemos sobrevivido, señores. Con un hígado más curtido que la espalda de un gladiador y un nivel de paciencia cercano al nirvana, hemos llegado al otro lado de las navidades cordobesas. ¡Qué fiesta, qué derroche de esplendor etílico y algarabía callejera! Porque, como cada año, la Navidad en Córdoba ha sido algo así como un festival de Woodstock, pero con villancicos y menos coherencia normativa.

Aquí, las calles se han convertido en una suerte de corrala de comedia en la que se representa la misma obra: «Todo vale, pasen y vean». Y los responsables municipales, fieles a su papel, han decidido aplicar la política del avestruz: cabeza bajo tierra mientras el personal se ahoga en cubalitros y se tapa con bufandas de indignación ciudadana. Es como si las ordenanzas municipales hubieran pasado las fiestas en un resort de Cancún, porque, ¡vaya forma de brillar por su ausencia!

No me malinterpreten, no soy el Grinch ni quiero ser el guardián de la moral navideña. A mí también me gusta un brindis, un comida y una buena fiesta si la cosa se anima. No tengo nada en contra de la hostelería ni de la buena vida (¡faltaría más!). Pero esto no va de hosteleros contra «aguafiestas», ni de señores con copa contra señores con manta. Va de una cosa tan sencilla como el equilibrio. Porque la diversión sin control, queridos lectores, deja de ser fiesta para convertirse en pura decadencia.

Córdoba se ha rendido a las masas en botellones improvisados que invaden cada rincón del casco histórico como si las callejas fueran pistas de baile, terrazas que exceden por mucho sus licencias, aglomeraciones tan agobiantes como peligrosas. ¿Y el Ayuntamiento? Pues mirando hacia otro lado con una tolerancia que ni Gandhi en un spa. Mientras tanto, los vecinos de toda la vida se ven condenados a convertirse en rehenes de sus propias casas, soportando decibelios dignos de un festival de rock y recogiendo restos de «la fiesta que nunca termina» al día siguiente.

Las ordenanzas de ruido, convivencia y ocupación de vía pública son ahora un bonito recuerdo de tiempos en los que aún se simulaba cierta seriedad. Ahora, son papel mojado en una ciudad que ha preferido entregar sus calles al altar de la copa barata y la carpa interminable. Y lo peor no es el caos momentáneo, sino la sensación de abandono que se respira en los barrios afectados. Porque no es solo cuestión de limpieza o de silencio; es el mensaje que queda cuando la ley se convierte en una simple recomendación para advenedizos.

Lo más curioso es que, en cuanto alguien alza la voz para reclamar un poco de orden, ya se le tacha de elitista, de «abuelo cebolleta» o, peor aún, de enemigo de la hostelería. ¡Falacias de manual, señores! Nadie quiere asfixiar a los bares ni condenar al ostracismo a quienes disfrutan de unas cañas en buena compañía. Lo que se pide es un modelo sostenible, en el que la hostelería prospere sin hacer de la ciudad un parque temático de excesos. Pero claro, pedir esto parece más complejo para nuestros gobernantes que explicar la relatividad en verso.

Y ojo, queridos lectores, porque la cosa no acaba en Navidad. Este desmadre navideño no es un episodio aislado: es el síntoma de una deriva preocupante. Cada año, Córdoba se desliza un poco más hacia ese modelo de ciudad-espectáculo donde todo es ruido, alcohol y luces de neón, y nada es convivencia. Todo ello aderezado por la política del laissez-faire municipal, que consiste en dejar hacer siempre que el bullicio llene las terrazas y la recaudación haga caja.

Pero, ¿qué hay de los cordobeses que, sencillamente, quieren vivir en paz? ¿Qué pasa con los que no tienen interés en estar borracho a las dos de la mañana en la puerta de su casa ni en pasear entre vasos rotos y botellines medio vacios al amanecer? La ciudad es de todos, no solo de quienes deciden convertirla en un patio de recreo. Si una parte de la ciudadanía está harta, toca escucharlos, no tildarlos de amargados.

La cuestión es clara: el problema no es la diversión ni la hostelería, sino la falta de equilibrio y de sentido común. Porque las ciudades viven de su gente, de los bares y de los vecinos; pero cuando los segundos devoran a los terceros, lo que queda es un decorado vacío con un eco de juerga pasada; un modelo cutre, insostenible y de mínima calidad.

Córdoba se merece más que una resaca perpetua de domingos sin descanso. Se merece unas navidades que iluminen y alegren, no que agoten y desesperen. Se merece una gestión seria que entienda que una ciudad viva no es una ciudad descontrolada. Se merece líderes que sepan que hacer cumplir las normas no es un capricho, sino una responsabilidad; que olviden la estrategia del «opio para el pueblo», porque aquí dejo constancia, algún día ocurrirá una desgracia y en ese momento todos se lavarán las manos y escurrirán el bulto diciendo que todo fue un desgraciado accidente.

Así que, después de esta maratón festiva, hagamos examen de conciencia. A ver si para el próximo año alguien en el ayuntamiento se acuerda de que gobernar es algo más que abrir la mano y mirar hacia otro lado. Mientras tanto, solo queda prepararse para la siguiente «campanada», y no precisamente la de fin de año. Porque en esta Córdoba nuestra, cualquier día es bueno para brindar, pero algunos, señores, también lo son para pensar.

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