El 'derecho' a ofender: entre la libertad de expresión y el concurso de imbéciles
Lo urgente es aclarar si «cara anchoa» es un insulto o un diagnóstico
España es un país fascinante. Lo digo en serio. Porque no importa cuán absurdos sean los problemas que plantees, siempre habrá un juez dispuesto a dejar su partida de Sudoku para escuchar tu caso. Últimamente, los tribunales se han convertido en el confesionario de la sociedad digital: ahí van a parar desde estafas millonarias hasta peleas de vecinos por un «me gusta» sospechoso en Facebook. Bienvenidos al universo paralelo de la judicialización de la ofensa, donde la lógica tiene la misma relevancia que un cubo de Rubik en una partida de parchís.
Hace poco, el Tribunal Supremo tuvo que pronunciarse sobre un caso de injurias en redes sociales. ¿El drama? Alguien llamó «pelagatos» a otro en un foro comunitario. Pelagatos, señores. Esto no es «La ley y el orden»; esto es «Aquí no hay quien viva». Mientras tanto, casos con millones de euros en juego o que afectan derechos fundamentales se quedan en la sala de espera, como si fueran en clase turista. Pero, claro, lo urgente es aclarar si «cara anchoa» es un insulto o un diagnóstico.
Vivimos tiempos extraños. En algún momento de esta década, todos recibimos un derecho invisible: el de no ser ofendidos jamás. Es como si existiera una Constitución secreta que dice: «La libertad de expresión está muy bien, siempre y cuando no contradiga mis sentimientos». Si criticas a un político, cuidado, no vayas a herir su frágil «honor». Si haces un chiste sobre moda estrafalaria, prepara tu mejor corbata para el juicio. Y si osas burlarte de alguien de un colectivo concreto… mejor ni salgas de casa, no vaya a ser que acabes acusado de terrorismo.
A ver, no nos pasemos de listos. La libertad de expresión no es una licencia para insultar al prójimo como si fuéramos el Grinch con megáfono. Pero tampoco debería ser un bozal emocional que convierta cualquier comentario sarcástico en una tragedia jurídica. Siguiendo esta lógica, pronto los bares pondrán carteles que digan: «Prohibido hablar de política y suegras, salvo con abogado presente».
¿Dónde quedó aquello de «los trapos sucios se lavan en casa»? Pues en el mismo lugar donde dejamos el Nokia 3310: en el baúl de los recuerdos. Ahora, los trapos se lavan en Twitter, se centrifugan en hilos de indignación y se secan al sol de los juzgados. Y no creas que esto es cosa de ciudadanos anónimos. Políticos, famosos e influencers han convertido la denuncia judicial en su deporte favorito. Antes las disputas se resolvían con un zasca elegante; ahora se resuelven con un bufete de abogados y muchas ganas de perder el tiempo.
La gran ironía es que, mientras discutimos si llamar «ignorante supino» es delito o un halago en clave vintage, nos olvidamos de los verdaderos problemas de la libertad de expresión. ¿Qué pasa con los periodistas que son perseguidos por informar? ¿Con las redes sociales donde un algoritmo decide si tu opinión es «apta»? Eso sí son debates de verdad, pero parece que preferimos hacer de «pelagatos» un asunto de Estado.
Y claro, los juzgados no dan abasto. La justicia española, que ya camina como un Seat Panda subiendo una cuesta, no necesita que le metamos querellas por cosas que deberían resolverse con un mute en Twitter. Cada vez que un juez tiene que decidir si «hijo de fruta» es insulto o poesía urbana, un abogado se pregunta por qué no abrió un bar en su pueblo.
Propongo algo radical: un Ministerio del Sentido Común. Ahí enviaríamos todas las quejas ridículas para que las resolvieran con un café, dos galletas y una charla honesta. Mientras tanto, dejemos los tribunales para cosas serias. Y, ya que estamos, aprendamos a usar el botón de bloquear, que es gratis y no atasca el sistema judicial.
Porque, al final del día, no existe el «derecho a ofender». Existe el derecho a expresarnos, que viene con un bonus track: aceptar que no todo el mundo va a aplaudirnos. Y si alguien nos llama «pelagatos», respiremos hondo, apaguemos el móvil y sigamos con nuestro caminar. Que bastantes dramas nos da la vida como para andar buscando más en los tribunales.