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Daniel Martín Ferrand

En defensa de los profesores

Valga este artículo como homenaje a estas sacrificadas personas, a estos rehenes del sistema que a pesar de los pesares siguen creyendo que tienen el mejor de los trabajos y cada mañana, con la mejor de las voluntades, acuden a su centro escolar a dejarse la piel por el bien de sus alumnos

Actualizada 04:30

Espero que el 2025 sea un buen año para todos, en especial para esos locos —bajitos o no— que deciden entregar su vida a la enseñanza, esos extraños sujetos en los que nace la vocación de dedicarse a la que sería la mejor de las profesiones si no fuera por la cantidad de trabas, desprecios y estupideces que el sistema pone en su camino: este artículo va dedicado a todos los profesores, con cierta preferencia por los de escuela, colegio, instituto.

Lejos del aforismo «el que no sabe, enseña», los maestros lo son por vocación. Es difícil explicar qué se siente en el aula, ante y con los alumnos, al lego en la experiencia, pero es una sensación tan poderosa que, con las actuales penosas condiciones en las que trabajan, podríamos considerar a los profesores como sometidos a cierto y renovado síndrome de Estocolmo.

Primero, porque con los nuevos tiempos se les obliga a cumplir con una ingente cantidad de obligaciones burocráticas —dignas de El castillo de Kafka—, ya sea en forma de programaciones, informes, criterios de evaluación o competencias básicas sin mayor utilidad que la de llenar huecos y tapar carencias. Como afirma una buena amiga, «cada vez nos mandan más cosas fuera del aula y logran que cumplamos peor con nuestras obligaciones para con el alumno». Y todo ello con gran precariedad de medios: aulas atestadas, ordenadores vetustos, inservibles libros de texto, muebles ruinosos, edificios disfrazados de frigorífico…

En segundo lugar, los profesores cobran una miseria. Basta con preguntar a cualquiera que se dedique a esto para darse cuenta de lo difícil que resulta ganarse la vida con este salario. Y no es tarea fácil dedicarse a otras tareas que sirvan para ganar un complemento: por mucho que se hable siempre de que los profesores solo trabajan alrededor de 32 horas a la semana —eso solo en la pública—, quizás sean los únicos trabajadores que de suyo se lleven trabajo a casa —exámenes, trabajos, apuntes, tutorías, etc.— sin que eso cuente a la hora de calcular el sueldo.

La combinación de sobrecarga de trabajo con exiguo salario convierte en habitual la figura del profesor quemado: a las vacaciones uno llega agotado física, mental, emocional y espiritualmente. Quizás sean largas, pero no siempre son suficientes.

Por fin, los profesores cada vez cuentan con menor prestigio social. Probablemente, el origen de todos los males de la educación en Occidente venga de la permisividad hacia los niños/alumnos, unida a un desprecio sistemático por los valores del rigor y la excelencia, por destacar a los mejores estudiantes. A este respecto, el buen profesor es un enemigo del sistema: de ahí no solo el citado mal salario y los habituales comentarios denigrantes, sino también esa sensación de que al final el profe es el principal responsable de todo lo malo que ocurre. Un maestro, hasta 2024 por lo menos, gasta muchísimo tiempo y energías en dar explicaciones, en luchar contra las justificaciones con que los padres creen proteger a sus hijos y, en los peores casos, en evitar agresiones verbales o, incluso, físicas, de unos más que confusos progenitores —o, crecientemente, de los propios alumnos—.

El buen Carande afirmaba que a la educación debían dedicarse los mejores. Lejos de esto, actualmente, con estos salarios y estas condiciones, pocos de los buenos sienten la vocación de enseñar. Y los nuevos profesores, hijos de la nueva educación, lo son por descarte. Hace falta un cambio radical si queremos tener un sistema democrático mínimamente sano, digno, sólido.

Entre los profesores por supuesto que existen malos profesionales. Como en cualquier otro sector. Pero la gran mayoría de los que actualmente trabajan en las aulas españolas merece un monumento. Valga este artículo como homenaje a estas sacrificadas personas, a estos rehenes del sistema que a pesar de los pesares siguen creyendo que tienen el mejor de los trabajos y cada mañana, con la mejor de las voluntades, acuden a su centro escolar a dejarse la piel por el bien de sus alumnos.

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