La venda de la diosa
La Justicia ha perdido credibilidad. La Generalidad incumple las sentencias del Supremo, el Gobierno lo asume como normal y no pasa nada
La alegoría de la Justicia es la diosa de ojos vendados, balanza en una mano y espada en la otra. Últimamente estamos a vueltas con ella. Los dos partidos mayoritarios se culpan de impedir la renovación del CGPJ. Uno acusa al otro de no acatar la Constitución y el otro denuncia que el contrario no busca el diálogo sino un sí bwana. Con la evidente vocación okupa del Gobierno las reservas de la oposición no parecen ilusorias. El todavía presidente del CGPJ y del Supremo, Carlos Lesmes, urgió a ambas formaciones a ponerse de acuerdo en ocasión solemne y ante el Rey. Pero el asunto tiene muchos esquinazos.
La credibilidad de la Justicia está dañada sobre todo por dos lacras que afectan a los ciudadanos que las sufren. De un lado su lentitud. Desde cualquier juzgado de ámbito menor demorándose los procedimientos, al Tribunal Constitucional, que lleva años y años con importantes asuntos pendientes. Y, de otro lado, las sospechas de su falta de independencia respecto a otros poderes y, concretamente, al Gobierno y sus afines. El caso no es generalizado, pero cuenta con ejemplos que saltan a los medios con desagradable pertinacia.
Se asume que la lentitud se debe a falta de medios y el Gobierno es responsable, salvo en los asuntos aparcados en el Constitucional que cuenta con medios suficientes o así se entiende. Hay que pensar que habrá otros motivos. En cuanto a la independencia, está claro que los jueces son humanos y tienen sus opiniones, y aunque creo que un juez deja sus ideas políticas en el perchero cuando imparte justicia, todos conocemos casos en que no ha sido ni es así. Obviamente circulan nombres de jueces no independientes pero me alejo de rumorologías. En nuestra historia reciente se produjo una moción de censura en la que se utilizó reiteradamente como motivo una sentencia matizada por un juez que luego el Tribunal Supremo desmintió. Aquel juez fue el escollo inicial para que PSOE y PP llegasen a un acuerdo sobre las renovaciones pendientes. Su nombre ha aparecido profusamente en los medios: José Ricardo de Prada, que parece iría al Constitucional entre los candidatos de confianza gubernamental. Vuelta a la casilla de salida.
Lesmes tenía razón al urgir a los partidos la renovación del órgano que preside, pero él, que es un veterano magistrado, no ignora que el quid de la cuestión es la intención del Gobierno de conseguir un CGPJ y un Constitucional digamos que «amables». Parece que uno de los candidatos a presidir el Constitucional es Conde Pumpido que, siendo fiscal general del Estado, afirmó: «El vuelo de las togas de los fiscales no eludirá el contacto con el polvo del camino». La suspicacia de la oposición emana de la sospecha, a veces constancia, de la falta de independencia de los nombres propuestos. Los partidos deben ponerse de acuerdo pero ello, como el matrimonio, es cosa de dos, no un trágala.
Al día siguiente del enfado de Lesmes, Bolaños recibía la llamada del partido mayoritario de la oposición para dialogar sobre candidatos y la respuesta fue una conminación, algún insulto, y de diálogo nada. La oposición trata de seguir las recomendaciones de la UE, cambiando el sistema –que se reformó en 1985, mayoría absoluta del PSOE– de modo que los propios jueces elijan a sus vocales del Consejo. Pero eso no complació a quienes aspiran a ser beneficiarios absolutos de la renovación.
La Justicia atraviesa, además, otros desiertos. Hay un axioma repetido: los jueces hablan a través de sus sentencias. No deberían tener más opinión pública que la que emana de la ley que, por su alta función, han de aplicar. Pero –vanitas vanitatis– eso ha cambiado en este tiempo de personalidades rampantes, de jueces estrella y de nulo respeto a los secretos sumariales y, en general, a la custodia documental.
Jueces, fiscales, funcionarios, sabe Dios quiénes, desde sus cúpulas o desde más abajo, posibilitan que lleguen al ciudadano, muchas veces al detalle, los que deberían ser documentos confidenciales que atañen a instituciones y personas, no confirmados ni avalados por sentencias judiciales, cuyo conocimiento daña la honorabilidad personal o profesional de sus víctimas. Es lo que se conoce como «juicio mediático». La gente sentencia por lo que lee o ve en las teles y el proceso judicial se convierte en un trámite molesto.
Esta gangrena en la honorabilidad del ciudadano, que atenta contra la presunción de inocencia, se da cada vez con más prodigalidad. Es un síntoma de perversión impresentable en un Estado de derecho. Órganos jurisdiccionales y cuerpos dignísimos que investigan hipotéticos delitos, filtran, no se sabe si por intereses inconfesables, expedientes, documentos o informes que deberían permanecer en el marco de la confidencialidad hasta que tengan efectos judiciales. Hemos apuntalado la presunción de culpabilidad.
La Justicia ha perdido credibilidad. La Generalidad incumple las sentencias del Supremo, el Gobierno lo asume como normal y no pasa nada. Y a menudo el ciudadano escucha de su abogado un inquietante: «A ver qué juez nos toca». Lesmes, próximo a dimitir o no, hizo bien exigiendo a los partidos pero debe escudriñar también su propio territorio. Las filtraciones no se investigan y las evidentes lesiones a la independencia, tampoco. La diosa debe conservar, al menos, la venda en los ojos. Con Lesmes o sin Lesmes, con renovaciones pendientes o sin ellas.
- Juan Van-Halen es escritor y académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando