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En primera líneaGonzalo Cabello de los Cobos Narváez

Tinnitus: el valor del silencio

Cuando se metan en la cama esta noche se paren un momento a pensar en la suerte que tienen de escuchar el sonido del silencio. Disfruten por mí y aprécienlo en su justa medida

Actualizada 01:30

Para mi gusto, uno de los mejores momentos del día es cuando cae la noche y te metes en la cama calentita. El trajín cotidiano y los cantamañanas pasan a un segundo plano y por fin puedes descansar y estar solo con tus pensamientos. Ser tú mismo.

Pero eso no es lo mejor. El clímax llega después, cuando ya te has convertido en una especie de bollito de canela recién horneado entre las sábanas. Esos instantes que van desde los últimos coletazos de pacífica consciencia hasta el inexplorado mundo de los sueños y la oscuridad. Es una sensación maravillosa que, por cotidiana, a veces no valoramos como se merece.

Si se fijan, este placer, al igual que muchos otros, no sería posible sin la quietud absoluta. Es el silencio el que, como un padre tierno y protector, nos envía y nos devuelve diariamente del universo de lo desconocido, del País de las Maravillas. Es el silencio el que nos permite conocernos a nosotros mismos y no admite mentiras ni falsedades.

Yo he tenido la suerte de apreciar su poder durante toda mi existencia. Mientras algunos rehuían de él incapaces de apreciar sus virtudes, yo siempre lo he abrazado como a un amigo leal al que confiar mis secretos. El silencio me ha ayudado tanto que, ahora lo sé, nunca tendré nada lo suficientemente valioso como para agradecerle una amistad que yo consideraba eterna. Y digo «ahora lo sé» porque, desgraciadamente, desde diciembre del año 2020 el silencio ya no está presente en mi vida.

Cuando todo comenzó achaqué su extraña ausencia a un exceso de ruido, su enemigo natural. Pero tras varias semanas con un pitido persistente en mi oído izquierdo, comencé a intuir que aquello no era normal y que la ruptura entre el silencio y yo podría no ser temporal.

Visité a varios especialistas para encontrar una explicación. No por el molesto sonido en sí, sino porque en mi fuero interno sentía que un amigo muy preciado me había abandonado sin previo aviso. Estaba triste y enfadado, como cuando te rompes un brazo y durante la recuperación te lo miras con añoranza y piensas: «Si lo hubiese sabido, muñeca mía, te habría apreciado más y te habría dicho todos los días lo mucho que te quiero y te necesito».

Pasó un mes desde la aparición del molesto «piiiiiii» y nadie parecía darme esperanzas ni respuestas. Yo, como es lógico, sabiendo lo que me jugaba exigí a los médicos saber el nombre de aquel molesto intruso. Quería conocer a ese miserable que había roto una amistad forjada durante tantos años y que, además, se había autoinvitado de forma permanente a mi oreja sin una mínima invitación.

Y al fin, un buen día, llegó la respuesta. Al parecer, según el otorrino, el gorrón alojado en mi cabeza tenía muchos nombres: tinnitus, acúfeno o zumbido.

Ilustración: zumbido

Lu Tolstova

Tras las pruebas correspondientes y con el fatal diagnóstico en la mano, comencé a navegar por internet en busca de información que refutara lo dicho por aquel matasanos abrazafarolas. Me negaba a aceptar la realidad y pensaba que quizás podría existir una cura alternativa. Estaba dispuesto a lo que fuese con tal de recuperar mi preciado tesoro.

Lo que encontré en todos los foros sobre el tema a los que accedí no me gustó nada. Al contrario de lo que suele suceder cuando buceas por la red en busca de consuelo, esta vez los foreros tinniteros coincidían en algo que a mí me contrarió en grado sumo. El parecer general de los afectados coincidía en que, pasado un tiempo de persistencia, el tinnitus no tiene cura y es permanente. Aparece sin motivo y se queda contigo de por vida.

Podrán imaginarse ustedes mi enorme desazón. Al fin sabía con certeza que ese horrible zumbido infernal me iba a acompañar de por vida. De hecho, sería lo último que escucharía antes de doblar la servilleta.

De repente, mi existencia cambió por completo. Fui consciente de que a partir de ese momento cualquier situación cotidiana iba a estar aderezada por ese estúpido ruidito que comenzó a ocupar obsesivamente mis pensamientos. Necesitaba un remedio.

Pronto me di cuenta de que tapando un sonido con otro aliviaba bastante la situación, por lo que comencé a buscar listas de reproducción que me ayudaran. Para mi sorpresa había cientos de ellas, una señal inequívoca de que no estaba solo. Y, además, eran de lo más variopintas: ruido de lluvia en otoño, ruido de olas chocando con acantilados, cantos de ballenas jorobadas, sonido ambiente de bosques húngaros, trino de pájaros, etc… Había hasta una lista que duraba 12 horas cuyo contenido único era el sonido de un secador de pelo. Esa era la más eficaz y mi preferida.

Pero, aunque esos remedios me permitían concentrarme en el trabajo y dejar de pensar en el taladro constante durante un rato, comprenderán ustedes que no se puede vivir toda la vida con unos airpods puestos mientras escuchas un secador de pelo. ¿Qué podía hacer?

Y haciéndome esa pregunta transcurrió otro mes hasta que un día pasó algo que, por maravilloso, no me esperaba. De la noche a la mañana comencé a asimilar aquel ruido. Mi cerebro, al parecer bastante sabio, empezó a bloquearlo y a cubrirlo. Fue como si mi mente supiese que había un elemento extraño en mi cabeza y lo arrastrase al mismo plano consciente que todo lo demás para que no sobresaliese del resto. Fue un milagro.

Ahora, gracias a Dios, durante el día ni me doy cuenta del pitido y, por la noche, que es el peor momento, he conseguido dejar a un lado el secador de pelo para abrazar definitivamente el universo de los podcasts. Y, aunque soy tristemente consciente de que no son tan maravillosos como el silencio, he descubierto que el Horizonte de Iker Jiménez y las viejas entrevistas de A fondo de Joaquín Soler Serrano también pueden ser compañías muy gratas que ayudan a conciliar el preciado sueño.

Mi único deseo es que cuando se metan en la cama esta noche se paren un momento a pensar en la suerte que tienen de escuchar el sonido del silencio. Disfruten por mí y aprécienlo en su justa medida. Merece la pena.

  • Gonzalo Cabello de los Cobos es periodista
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