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En primera líneaRamón Pi

No tenemos remedio

La reciente inclusión del llamado «derecho a abortar» en la Constitución francesa es la última pista de la podredumbre que infecta a aquella sociedad, a la que, si no reaccionamos, otros van -vamos- a seguir

Actualizada 01:30

Una vez sometido a la oportuna crítica el penoso espectáculo de la apertura de los Juegos Olímpicos de París, habrá que decir que nuestros diagnósticos (de mí y de legión de escribidores en los papeles) respondían a la realidad: nos gobiernan una colección de indocumentados que, en los países hasta ahora tenidos por democráticos, han sido aupados a sus altas representaciones por sociedades mentalmente agonizantes, más atentas a sus caprichos sentimentales que a análisis más racionales, y que van rápidamente hacia sistemas de convivencia autoritarios, cuando no directamente totalitarios y despóticos.

Remedio

Lu Tolstova

La consecuencia de eso es que en el Occidente democrático buena parte de la responsabilidad recae sobre los electores y no sobre los elegidos (ya sabemos que, en las sociedades de cuño religioso judeocristiano, el hombre tiene el espíritu herido por el «lamentable incidente de la manzana», que con este eufemismo nos referimos al pecado original). Pero, como solía decir el malogrado Joaquín Garrigues Walker, vivir libre es más difícil que vivir esclavo, ya que hay que responder de las acciones libres; y por eso muchos renuncian, aun con gusto, a la libertad.

La reciente inclusión del llamado «derecho a abortar» en la Constitución francesa es la última pista de la podredumbre que infecta a aquella sociedad, a la que, si no reaccionamos, otros van -vamos- a seguir. Ya el primer paso lo ha dado nuestro Tribunal Constitucional refiriéndose por escrito al «derecho de aborto», transformando en un derecho lo que era un delito. Como este, hay multitud de disparates que la sociedad española contempla en silencio, como si estas cosas sucedieran en las antípodas.

Cabría atribuir esta ausencia de ruido que los ciudadanos están esperando el momento estelar de toda democracia, que es la cita con las urnas. Pero como resultado del fragor producido por los medios más fiables y el salto, en fila o simultáneamente, de un escándalo nuevo cada semana, no se advierte ninguna inquietud del poder: solo se hacen eco algunos medios digitales, y no todos. No digamos los medios mal llamados públicos nacionales; en cuanto a los medios controlados por el poder autonómico -con la excepción de las madrileñas y parte de las gallegas-, guardan un silencio vergonzoso al servicio bovino de los amos del cotarro, y parece que van ganando: menudean las informaciones de estudios pre-electorales que, asómbrense, siguen dando en los casos más favorables un empate entre los dos principales partidos.

El ejemplo de Venezuela puede ser un precedente de lo que esté en vías de suceder entre nosotros: el Tribunal Constitucional ya está controlado, el Tribunal de Cuentas también, los apoyos parlamentarios ya están asegurados (no se van a ver los comunistas y los separatistas en otra nunca más, ahora o nunca), y el Tribunal Supremo, que toma la forma de máxima autoridad electoral en período de elecciones, está al borde de ser pasto del Gobierno, gracias a la incomprensible actitud del Partido Popular, que se fía del plagiario de la tesis como si fuera una persona de fiar.

Una de dos: o estamos ante la preparación de un colosal pucherazo, o bien en el noble pueblo español no puede decirse que abunden los demócratas. Y ésta sí que sería una consecuencia de los famosos treinta y nueve años de guerra civil y de dictadura del general Franco, a la que vendría a añadirse, por cierto, el proceso de putrefacción de Occidente: porque hay que recordar que en Alemania, en la Francia ocupada y en Italia los fascismos eran aplaudidos mientras pintaban oros para Hitler y Mussolini, y en cuanto volvieron las tornas, fue resonante el silencio, que se abatió sobre los colaboracionistas (salvo los más destacados) italianos y franceses. Aquello fue una reproducción avant la lettre del número de Rosarito y Clarita, los inolvidables personajes de Les Luthiers en «Pasión bucólica», cuyo lema era «hay que seguir viviendo». También puede ser que los españoles no hayamos alcanzado esta capacidad de disimulo, y ahora sea cuando aquella hipocresía esté pasando aquella factura a los europeos, en la esperanza de que, una vez más, venga el Séptimo de Caballería a sacarnos las castañas del fuego. Pero no va a ser lo mismo: los americanos sufren la misma infección que nosotros. No tenemos remedio.

  • Ramón Pi es periodista
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