La vuelta de los salvapatrias
Que nadie se engañe, el «pueblo» y el Estado sanchista no nos salvarán. En el mejor de los casos, nos dejarían una España empobrecida, disminuida, dividida y desprestigiada. España se ha convertido en el laboratorio más avanzado del populismo europeo
Alcuino de York –teólogo, gramático, matemático, pedagogo y erudito inglés del VIII-, en una carta dirigida a Carlomagno, escribió lo siguiente: «Y no debería escucharse a los que suelen decir que la voz del pueblo es la voz de Dios, pues la algarabía de la plebe está cerca de la locura».
La máxima latina a la que alude Alcuino de York –Vox populi, vox Dei– plantea la legitimidad de la gobernanza. ¿Hay que equiparar –a la manera latina– la voluntad popular a un designio divino que, por su propia naturaleza, debe ser cumplido? En la Edad Moderna, la identificación entre voz del pueblo y voz de Dios sirvió para legitimar algunas democracias parlamentarias nacientes. A la manera del designio divino, la voz del pueblo debía ser escuchada. Trece siglos después, dicho argumento, secularizado, conduce a la degradación de la democracia. A una democracia de la audiencia en la que el «pueblo» tendría la última palabra.
Frente al individualismo altruista y solidario, construido sobre bases no hipócritas ni ideológicas; frente a ese individualismo no interesado –Valencia como magnífico ejemplo– que, por decirlo a la manera de David Hume, es la «expresión de la disposición social del género humano», emerge la figura del pueblo y la masa.
El pueblo o ese sustitutivo de la raza o la tribu frente/contra un Estado que articula la soberanía política, la administración nacional y el control social a través de las leyes, las instituciones y el gobierno. El pueblo o ese hábitat que proyecta los valores grupales, sus representaciones colectivas, sus sueños, sus deseos, sus delirios. El pueblo o el orden/desorden por decreto de la tribu. La algarabía de la plebe.
La masa: «El más bajo grado de fusión y el más alto grado de tensión», en palabras del clásico Georges Gurvitch. El rebaño o el espíritu de negación que aparece en tiempos de decadencia y prepara el camino para el derrocamiento del orden. Ese levantamiento dominado y dirigido por las emociones. Una masa cuyos integrantes creen participar en alguna misión o cruzada que les une. Una masa que suele nutrirse de instintos primitivos. Una masa que las vanguardias políticas, educan, agitan, lideran, manipulan y acaudillan.
Los movimientos autoritarios de las primeras décadas del XX tomaron nota de ello. Un ejemplo: «La marcha sobre Roma decide forzar al gobierno a renunciar al poder y presiona a la Corona a establecer un gobierno fascista. El acto insurreccional es inevitable, pero hay que reducir al mínimo los peligros de la empresa. Lo ideal es que todo ocurra como si la marcha sobre Roma hubiera ya ocurrido, sin realizarla hasta el final. La mayor parte no calibra la gravedad de los acontecimientos. Los nervios del país han permanecido tensos durante demasiado tiempo y la primera impresión es de relajamiento y aceptación» (Angelo Tasca, El nacimiento del fascismo, 1969).
Los movimientos autoritarios de las primeras décadas del XXI tienen en quien inspirarse. El método de trabajo: el gobierno –demagogia, relato, propaganda y manipulación- deviene pueblo y masa. España como ejemplo: el PSOE de Pedro Sánchez se infiltra en el pueblo para dirigirlo y manejarlo y así conseguir que la masa no arremeta contra ellos y sí contra el PP.
Del 15-M podemita al sexenio negro sanchista, la máxima Vox populi, Vox Dei –traducción: «solo el pueblo salvará al pueblo», «somos furia y fango» y «somos los de abajo que vamos por los de arriba»– se expresa –la catástrofe padecida por la Comunidad Valenciana como impulso: un oportunismo obsceno– con su vieja idea: el pueblo ha de quebrar la dicotomía plutocracia versus precariado global marginando y triturando a la derecha liberal-conservadora. La furia y el fango. Un PSOE podemizado y un Pedro Sánchez peronizado. El primero, «solo el pueblo salvará al pueblo». El segundo, «el Estado somos todos». Un monumento a la demagogia y el populismo en la república progresista del fariseísmo. La vuelta de los salvapatrias que, con el pretexto de proteger y defender España, quieren imponer –todo vale– un nuevo orden político, social y nacional.
Que nadie se engañe, el «pueblo» y el Estado sanchista no nos salvarán. En el mejor de los casos, nos dejarían una España empobrecida, disminuida, dividida y desprestigiada. España se ha convertido en el laboratorio más avanzado del populismo europeo en donde un Pedro Sánchez irresponsable, narcisista, ambicioso y sin escrúpulos ha colonizado las instituciones democráticas y RTVE et alii. Un personaje devaluado y desacreditado que se define por sus enredos y embustes, que mantiene unas pésimas relaciones con la moral y la democracia. Un personaje que nos dejará el deterioro constitucional, la desigualdad ante la ley y el desgobierno. Un personaje que sobrevive gracias a los bulos, a la construcción sin tregua de enemigos y al intercambio político mercantil con sus socios. Impunidad por poder. Un populismo español –la algarabía de la izquierda- que depende de un nacionalismo integrista deconstituyente.
Una ingeniería político-social deliberada que cuenta con la colaboración de diversos medios y peones sincronizados –dos categorías: meritorios y servidores perfectamente adiestrados vía argumentarios- que aplauden y publicitan el diseño de esa nueva España autodenominada progresista. Una España que se autoverifica y autolegitima por decreto, dentro de la cual todo vale y fuera de ella, también por decreto, nada vale. De la algarabía de la política no puede esperarse nada bueno. Lo dijo Alcuino de York, que era un sabio.