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tribunaGonzalo Cabello de los Cobos Narváez

Del campo, sus gentes y los «chivatos forestales»

Antes de tomar medidas infantiles y torpes que nada arreglan y todo lo estropean, los políticos deberían hacer un esfuerzo real por acercarse honestamente al campo y tratar de comprender ese mundo tan alejado de la codicia desenfrenada del asfalto

Actualizada 19:38

El campo siempre ha sido para mí el recuerdo imperecedero de una infancia feliz. Largas tardes de verano montando en bicicleta junto a mis primos, caminatas entre los jarales buscando encames de cochino, baños en pelotas en el río, rodillas llenas de costras e infantes meriendas multitudinarias a base de pan, mantequilla y azúcar. Era muy feliz. Quizá nunca lo he sido tanto.

Luego la vida me ha llevado por otros derroteros. El trabajo, la familia, los amigos, los problemas y las responsabilidades han alejado de mí ese bien precioso, tangible pero lejano. Y no es que ya no disfrute del campo, es que ahora, después de tanto tiempo, me siento un turista más, de esos que pasean por los pueblos fascinados por el paisaje y paisanaje y sacan fotos a los gorriones.

Cuando me acerco al campo y observo de lejos la laboriosidad incansable del jornalero, la sencillez honrada de los guardas o el empuje valiente de los rehaleros, no puedo evitar envidiar secretamente su felicidad y libertad. Alguna vez, cándido de mí, se me ha ocurrido preguntarles si no preferirían un trabajo menos cansado y exigente e indefectiblemente siempre he recibido la misma mirada de incomprensión en sus ojos. Esa expresión, entre condescendiente y burlona, que, sin palabras, me hace comprender lo torpe que soy. Yo, que trabajo en una oficina y la única vegetación que veo a diario son árboles tristes y tísicos que luchan por salir adelante.

Muchas veces se nos olvida, y estos días se ha encargado de recordármelo mi amigo Íñigo, que el campo tiene costumbres y razones mucho más antiguas que las del pavimento. Desde la ciudad pretendemos cambiar modelos y dinámicas rurales sin siquiera preguntarnos si esas alteraciones son consentidas o más bien impuestas.

En vez de llenar la oquedad de las tertulias con los problemas de la «España vaciada» para ganar rédito electoral o audiencia, lo primero que deberíamos hacer es preguntar a la gente del campo qué está sucediendo, qué soluciones tienen sus problemas, cómo podemos ayudar y qué modelo quieren para su futuro. Debemos contar con el mundo rural en la toma de decisiones y, de una vez por todas, dejar de lado a esos chupatintas traga quinoa de ciudad que, como el tiempo ha demostrado, no saben apreciar los difíciles matices y equilibrios que rigen el campo y sus gentes.

La manifestación del pasado 20 de marzo fue, como decía mi padre cuando me daba un ultimátum, un «aviso del puerto». 400.000 manifestantes de todas las zonas rurales de España coincidieron sorprendidos en Madrid al grito unánime de «¡basta ya de que nos chuleen!». Y digo sorprendidos, porque ni ellos mismos eran conscientes de la enorme repercusión que iban a tener. Una trascendencia que, además, desde el otro día, ya saben que puede traducirse en fuerza.

Muchos madrileños se acercaron a apoyar a los manifestantes. Hubo algunos, la inmensa mayoría, que lo hicieron con el respeto y el pudor que una ocasión tan grave merece. Por pura empatía. Sin embargo, hubo otros, muy pocos, que lamentablemente se creyeron los protagonistas del encuentro. Y es que el pasado domingo no era el día del «chivato forestal», para nada. En su necedad, algunos de estos pocos cursis redomados pensaron que lo más audaz en un día tan importante era desempolvar sus zahones impolutos, ponerse un sombrero lleno de plumas y salir ufanamente al Paseo de la Castellana apestando a Varón Dandy para medir sus perfumadas fuerzas con rehaleros, ganaderos, agricultores y cazadores de verdad.

Ellos sabrán si esa es la imagen que necesita el campo ahora mismo. Los amigos de lo verde y los bolcheviques de postín ya han dado buena cuenta de ellos durante estos días, en detrimento, por supuesto, de la auténtica manifestación y sus razones.

Pero lo importante es la gente del campo. Todos ellos deben saber que la gran mayoría de españoles comprenden su frustración y les apoyan sin condiciones, sobreactuaciones, ni florituras estúpidas. Sabemos de la importancia vital que tienen para la economía nacional y la conservación del medio rural y, desde el profundo respeto y la admiración, estaremos con ellos hasta el final.

El campo lo único que pide es poder seguir trabajando dignamente sin depender de las lisonjas de los poderosos y, de paso, que se respeten sus usos y costumbres. No es tan difícil de comprender. Por eso, antes de tomar medidas infantiles y torpes que nada arreglan y todo lo estropean, los políticos deberían hacer un esfuerzo real por acercarse honestamente al campo y tratar de comprender ese mundo tan alejado de la codicia desenfrenada del asfalto.

  • Gonzalo Cabello de los Cobos Narváez es periodista
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