La España que yo quiero
La España que yo quiero, la España con la que sueño, es un lugar esencialmente sereno y tranquilo, respetuoso y tolerante, en el que podemos disentir sin gritar ni insultarnos y en el que tenemos el hábito de saber escuchar
Hace ya algunos años, el maestro Antonio Muñoz Molina publicaba cada miércoles en El País unas excelentes crónicas en las que, bajo el epígrafe de Travesías, nos iba contando, con su preciso y claro estilo, vivencias, sensaciones o recuerdos personales, que, de alguna forma, podíamos hacer también nuestros en no pocas ocasiones.
En uno de aquellos excelentes artículos, Muñoz Molina recordaba la noche en que fue a la presentación del libro El secreto de España, del gran historiador Juan Marichal. «El secreto de España en el que indaga su libro es el de una tradición de inteligencia y libertad que se remonta a los ilustrados del siglo XVIII y a los diputados heroicos de las Cortes de Cádiz que dieron a los idiomas del mundo la hermosa palabra, liberal», señalaba el novelista ubetense.
La presentación de aquel ensayo tuvo lugar en Madrid, a finales de enero de 1996, en una jornada invernal especialmente fría y lluviosa. «Me parecía que estaba en otra ciudad, en otro país, no fuera de España, sino en otra España improbable, en una ciudad civilizada y con lluvia donde gentes cultas, tranquilas, con gabardinas y paraguas, con una cierta elegancia severa de capital norteña, acudían numerosamente a media tarde a conferencias y lecturas de libros», rememoraba el autor de Plenilunio.
«Lo que une a Jovellanos con Giner de los Ríos, con Unamuno, Ramón y Cajal, con Ortega, con Manuel Azaña y Juan Negrín, lo que don Antonio Machado heredó de su padre republicano y de sus abuelos doceañistas, es una larga vocación por fundar un país donde la justicia, la libertad y el progreso sean posibles, donde la pluralidad pueda ser solidaria y la política limpia, y donde la dignidad personal pueda ejercerse con la misma solvencia en el trabajo bien hecho y en la vida pública», proseguía Muñoz Molina al explicar cuál era la tesis principal de El secreto de España. La conclusión de aquel artículo era especialmente hermosa y emotiva, ya que Muñoz Molina acababa su crónica con una vindicación de las instituciones y de los distintos nombres que Marichal había puesto en valor en su libro, afirmando finalmente: «Ellos son mi país».
A lo largo de los últimos años, esa frase ha vuelto una y otra vez de manera recurrente a mi cabeza, como si en cierto modo me interpelase para que yo también me pronunciase en algún momento sobre quiénes conforman el mapa de mis afectos y mis admiraciones personales en su sentido más amplio, no sólo en el ámbito de la literatura, el periodismo o el pensamiento, sino también en el ámbito de la cultura en general, la política española o la ejemplaridad cívica.
En los tres primeros ámbitos, vinculados a las letras y al saber, la relación que puede llegar a establecerse entre un lector asiduo y un autor concreto al que uno admire muy profundamente, tiene casi siempre algo de amistad amorosa, de reconocimiento dichoso y, al mismo tiempo, de hallazgo de una nueva realidad y de ensanchamiento de nuestra visión del mundo. Esa preciosa sensación la tuve, por ejemplo, cuando en mi adolescencia descubrí a Mariano José de Larra, José Ortega y Gasset o Pío Baroja. «Leemos para saber que no estamos solos», decía uno de los protagonistas de la bellísima película de Richard Attenborough Tierras de penumbra. Y en último término, quizás sea realmente así.
En el ámbito de la política nacional, la figura que sin duda más he admirado a lo largo de mi vida ha sido la de Adolfo Suárez, aunque he sentido también un sincero y gran aprecio por diversos gobernantes de todo el espectro ideológico, desde el conservadurismo hasta la socialdemocracia. Por lo que se refiere al ámbito de la ejemplaridad cívica, mi lista sería hoy casi interminable, pues abarcaría a muchas personas desde los años setenta hasta la actualidad. Y en cuanto al ámbito de la cultura en general, podría dar ahora mismo también muchos nombres, pero me temo que sería meterme en un gigantesco charco, y en estos momentos no tiene uno ni chubasquero, ni paraguas, ni botas de lluvia.
Creo que era el gran periodista Martín Prieto quien decía que, pese a nuestras innegables virtudes, somos un país que tiende cíclicamente al suicidio. Y creo que en el fondo tenía razón. Repasando la historia de España de los tres últimos siglos, vemos que en parte ha sido efectivamente así, unas veces de manera literal y por tanto también trágica, y otras veces de manera más o menos metafórica, como parecería que está ocurriendo de manera intermitente en estos últimos años.
Personalmente, siempre he creído que hay muchas maneras de entender y de querer a España, un país ya plural en sí mismo, y que casi todas las maneras de amar a nuestra patria son buenas, como son también buenas y legítimas casi todas las maneras de criticar sus defectos como país o las actuaciones de sus gobernantes cuando se apartan de la búsqueda del bien común. En el fondo, es siempre entre todos como se construye un país, sin exclusiones, y es positivo y sobre todo necesario que así sea.
En cambio, nunca he creído demasiado en las declaraciones de amor estentóreas, que se hacen dándose golpes en el pecho, afirmando que sólo hay una única manera de querer de verdad a tu propio país –sea el que sea– y excluyendo o haciendo de menos a quien no piensa igual que tú. No es que yo sea excesivamente descreído, sino más bien al contrario, pero la verdad es que tampoco he creído nunca en quienes defienden que sólo hay una única manera de construir una sociedad más justa, más igualitaria y más democrática, y que para ello menosprecian, cercan o incluso intentan eliminar por decreto o por ley todas las demás ideas o creencias.
La España que yo quiero, la España con la que sueño, es un lugar esencialmente sereno y tranquilo, respetuoso y tolerante, en el que podemos disentir sin gritar ni insultarnos y en el que tenemos el hábito de saber escuchar, de aceptar nuestros errores cuando nos equivocamos y de aprender siempre de los demás. La España que yo quiero, la España en la que creo, es ese lugar en el que cada día millones de ciudadanos conjugan de manera callada, con su ejemplo y con su trabajo, los verbos estimar, ennoblecer y convivir, sean cuales sean sus propias ideas o sus creencias religiosas. Ellos son lo mejor de nosotros mismos, el reverso de nuestra lacerante historia. Y son quizás también quienes mejor encarnan hoy aquella España secreta y anhelada de la que hablaba con tanta admiración y gratitud Muñoz Molina. Ellos son mi país.
- Josep María Aguiló es periodista