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Luis E. Íñigo

El mito de la República

La Tercera España, esa que Pío Baroja denominó la de los murciélagos, rechazados por los pájaros por ser ratones y por los ratones por ser pájaros, enmudeció durante tres largos años y lo haría luego durante casi cuarenta más

Actualizada 01:30

En abril de 1929, Alejandro Lerroux, decano del republicanismo español, publicaba en un diario bonaerense un artículo titulado «Revolución o colaboración», que sería luego muy difundido en España en forma de folleto. En él se decía seguro de que al lado de Primo de Rivera no estaba ya la opinión ni el Ejército, por lo que «si el Soviet no había nacido, estaba a punto de nacer». Para evitarlo, propugnaba un «Gobierno nacional de todos los grupos políticos que decidiese el destino de la nación por medio de unas Cortes Constituyentes». Pronto se le sumarían otros, algunos de ellos notables líderes monárquicos que, como Niceto Alcalá-Zamora y Miguel Maura, se convencieron en aquellos meses críticos de que solo una República liberal y democrática podía apartar al país de la revolución.

La República, como es sabido, nació el 14 de abril de 1931. Pero no serían aquellos políticos templados los que le darían forma. Lo harían otros, sectarios convencidos para quienes el nuevo régimen no debía ser una democracia liberal en la que los partidos se alternaran en el poder en el marco de una Constitución fruto del consenso o, al menos, el acuerdo de la amplia mayoría del país. Para ellos, la República no era sino el instrumento de una revolución política capaz de conseguir por fin lo que no había logrado el fallido Estado liberal decimonónico: descuajar la influencia de la Iglesia y los militares, desalojar a la oligarquía retardataria y modernizar la economía y el espíritu de la nación. La suya no era una revolución social, sino política y cultural, pero en ella no había espacio alguno para los discrepantes. La República solo podían gobernarla las izquierdas, y su Constitución y su ley electoral debían asegurar su monopolio.

Este sectarismo, sumado a otros factores, impidió la consolidación del régimen y lo arrojó en manos de los extremismos. Cuando las izquierdas perdieron el poder, en noviembre de 1933, se negaron a aceptar la legitimidad del triunfo del centro y la derecha, y una parte de ellas se lanzó de inmediato a preparar el movimiento revolucionario de octubre de 1934, dirigido contra una República que, si no podía ser suya, no consideraban legítima. Luego, la represión, tan desmedida como selectiva, impulsada por la derecha, aunque no por el centro, facilitó una radicalización aún mayor de las fuerzas que lo habían apoyado y una unidad más estrecha entre ellas, envenenando de forma casi irreversible el clima político. La victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 y el desbordamiento del Gobierno resultante por la acción revolucionaria de las masas obreras, instigada de forma insensata por el ala caballerista del PSOE, facilitaron, a su vez, como resultado del pánico creciente que se fue apoderando de las clases medias y los católicos, la radicalización de las derechas, que terminaron por convencerse, como las izquierdas estaban convencidas de la inminencia del fascismo, de que si nadie lo impedía, España seguiría el camino de la Rusia de 1917. Cuando se produjo el golpe de Estado del 18 de julio, unos españoles tomaron las armas para traer la revolución y otros para impedirla. La Tercera España, esa que Pío Baroja denominó la de los murciélagos, rechazados por los pájaros por ser ratones y por los ratones por ser pájaros, enmudeció durante tres largos años y lo haría luego durante casi cuarenta más.

Por desgracia, hay quien desea que nos callemos de nuevo. Impulsada por Rodríguez Zapatero hace dos décadas, comenzó a abrirse paso entre la izquierda una peligrosa idea en virtud de la cual el pacto de 1978, sobre el que se asienta nuestra convivencia, no fue legítimo porque se había sellado bajo la presión de los militares. No habrá, pues, en su opinión, una verdadera democracia en España mientras el régimen no reconozca como fuente de su legitimidad la Segunda República. Pero no la real, una democracia bastante imperfecta gobernada por políticos que, en su mayoría, ni siquiera comprendían el Estado de derecho, sino una versión mitificada tras la que se esconde una finalidad excluyente idéntica a la perseguida por las izquierdas de los años treinta. No se trata, no nos engañemos, de desenterrar los cadáveres de las víctimas, ni de cambiar nombres de calles o derribar monumentos. La Ley de Memoria Histórica de 2007 y su heredera de 2022 tratan de imponer sin ambages —algo impensable en una democracia— una versión oficial del pasado reciente que idealiza la Segunda República y convierte en una suerte de delincuente ideológico a quien la cuestiona o, simplemente desea matizar su legado.

Por supuesto, no se trata de defender la conducta de los generales sublevados en 1936, y menos aún la represión sistemática que practicaron durante la guerra y después de ella. Poco defendible resulta justificar un golpe violento contra la República apelando a su mala calidad democrática cuando el resultado de ese golpe fue un régimen mucho menos democrático que amparó durante años una violencia inusitada contra los vencidos y su completa marginación durante muchos años más. Pero una versión tan edulcorada de la República como la que la izquierda trata de imponer ofrece jugosos argumentos a los pseudointelectuales revisionistas que la denigran, no reconocen su valor como primera democracia española y se aprovechan de ello para justificar el franquismo y ocultar sus innegables crímenes tras un tupido velo de olvido no menos criticable que el que acusan a sus adversarios de usar para tapar los errores de la República o los brutales abusos de sus defensores durante la Guerra Civil. El resultado es un proceso que se alimenta a sí mismo y se intensifica día a día, ensanchando una brecha que parecía cerrada hace mucho tiempo. El daño que este peligroso juego de agitar la bandera ensangrentada puede causar a la democracia, una planta política mucho más frágil de lo que se cree, puede ser enorme. Por nuestro propio bien, no deberíamos dejarnos tentar por él.

  • Luis E. Íñigo es historiador e inspector de educación
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