Entrevista al artista contemporáneo
Alberto Guerrero: «Desde hace más de un siglo, el arte sacro que se ha extendido es bastante mediocre»
El pintor Alberto Guerrero comenta con El Debate su evolución artística, donde ha trabajado la pintura, el mural y la escultura a partes iguales. Un camino repleto de literatura, arte copto, diversión y sacralidad
En El loco del pelo rojo (1956) o en El tormento y el éxtasis (1965) se muestra al pintor como un hombre angustiado, casi desesperado, por una pasión que no es capaz de asimilar; una genialidad que lo sobrepasa, en mitad de un mundo que no comprende su sensibilidad. Se trata de uno de los lugares comunes asociados a los artistas. No es el caso de Alberto Guerrero (Barcelona, 1975), casado, con hijos que aprenden a leer en el mismo colegio donde ha trabajado su esposa, con un hermano músico que tampoco se droga y que tiene una familia numerosa… Este pintor ha expuesto en Utrecht (Países Bajos), Gante (Bélgica), Bolzano (Italia), sus obras se encuentran en colecciones privadas de Estados Unidos, Corea o Reino Unido, y algunos de sus lienzos cuelgan de las paredes de la sede de UBS en Madrid o la del Colegio de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos.
Sus jornadas de trabajo tienen mucho de estudio y paciencia. Sonríe, escucha, toma un trago de cerveza, suelta una carcajada que parece un abrazo. De la restauración en Egipto a la admiración por el arte románico; de la ballena Moby Dick a un repertorio de imitaciones de Velázquez, con algo de homenaje y algo de humor. En barrios pobres de Jamaica enseñó a chicos marginales que se puede vivir dedicándose al oficio de pintar o restaurar. Ha cuidado colecciones privadas, vende cuadros por encargo, murales para iglesias e instituciones, desarrolla series temáticas que van desde personas que escriben o pintan en una tapia hasta esferas colgantes de colores –que parecen palomitas de dinosaurio futurista o maquetas de Marte o Plutón–. En algunos hogares disfrutan de sus cuadros, ya parezcan un sol que se despereza tras la bruma, o una jirafa que recuerda a un safari de película clásica. Con la crisis sanitaria del coronavirus venido del Lejano Oriente, regaló un diario pictórico de la cuarentena, una serie sobre la `vuelta a la normalidad´, y otra en que recupera su trayectoria previa y ahonda en sus raíces plásticas.
– Usted se define como «artista plástico», no como pintor. ¿Qué diferencia hay?
– También me defino como pintor, pero durante los últimos años he trabajado en obras que excedían lo meramente pictórico, como esculturas y pinturas en las que la tridimensionalidad tiene tanta importancia como lo cromático. En cualquier caso, no concedo demasiada importancia a las etiquetas.
– Dentro de la primera mitad de su carrera, usted restauraba iglesias de Jamaica o Egipto, ¿no?
– Estuve alrededor de cinco años trabajando en un proyecto de restauración en la iglesia de Abu Serga en El Cairo, y más tarde estuve tres veces en Jamaica colaborando en la restauración de las pinturas murales de la Holy Trinity Cathedral de Kingston.
Desde el punto de vista artístico, obviamente fue mucho más interesante lo de El Cairo. También estuve más tiempo allí, y eso me permitió conocer más la cultura egipcia y copta en particular, que me ha impresionado mucho. El arte copto, que es desconocido para muchísima gente, está muy ligado a los orígenes de nuestra cultura. La iconografía del arte prerrománico y románico europeo surge en buena medida en Egipto, que es donde tiene su origen el fenómeno monástico, que contribuyó a la evangelización de Europa. Es precisamente en torno a los monasterios donde floreció la cultura medieval y dentro de los monasterios donde se custodió todo el legado de la cultura grecorromana.
El proyecto en Jamaica fue también muy interesante, en gran medida por su carácter social. Allí enseñábamos a restaurar a jóvenes de barrios muy deprimidos por la pobreza, la delincuencia y la droga.
– ¿Hasta qué punto influyó en su evolución la lectura de Moby Dick, de Herman Melville?
– La lectura de Moby Dick supongo que sí que ha influido bastante. Era un ejemplar de tapas duras, de una edición antigua inglesa, que compré en Edimburgo en una tienda de libros de segunda mano, y lo empecé a leer en Jamaica, cuando estaba trabajando en la restauración de la catedral de Kingston. Recuerdo que me produjo una gran impresión y no pude evitar empezar a dibujar según lo iba leyendo.
– ¿En aquella etapa la pintura era para Alberto Guerrero una Ballena Blanca? ¿Era usted un capitán Ahab? ¿O un Ismael?
– En aquella época y ahora la pintura sigue siendo mi gran ballena blanca, en el sentido de que es imposible abarcarla plenamente. Una de las cosas que me fascina de la novela de Melville es cómo va preparando al lector durante cientos de páginas para la aparición de Moby Dick, que no sale en escena hasta prácticamente el final del libro. Escribe un verdadero tratado sobre los cachalotes, describe la vida de los balleneros, habla de todos los rumores y leyendas acerca de la gran ballena blanca… Al final, tras innumerables descripciones y datos, en vez de desentrañar el misterio, lo hace aún más grande. Prefiero a Ismael que a Ahab, que acaba siendo destruido por su afán de atrapar el misterio. Yo creo que el misterio que preside el proceso de creación hay que respetarlo, no se puede abarcar en su totalidad. Creo que se trata de aceptar que hay algo más grande que uno mismo. Los cachalotes son seres muy misteriosos, y el misterio conecta con el deseo infinito del hombre.
– ¿Hubo algún Pequod? ¿O un puerto definitivo?
– Justo antes de lanzarme a esta aventura, todos los que me conocían bien me recomendaban que abandonase la restauración y asumiese el riesgo. Les hice caso y me fie, en parte porque ya llevaba varios años intentando compaginar las dos cosas, pero cada vez era más consciente de mi vocación artística y de la imposibilidad de desarrollarla sin apostar en serio. Me taladraba la idea de que lamentaría profundamente morir sin haberlo intentado. Tuve la sensación de que era en ese momento o nunca, porque no tenía por entonces cargas familiares ni mucho que perder. Luego ya sí, más adelante, pero mi mujer se subió a mi mismo barco. Yo diría que en los últimos años estamos disfrutando de la travesía, y que el puerto definitivo es la vida eterna.
– ¿A partir de entonces el gran sueño de dedicarse a la pintura, vivir de la pintura, se hace real?
– Sí, pero eso ha ido llegando poco a poco y después de mucho trabajo. El punto de inflexión fue el año 2010, cuando decidí dejar la restauración como medio de vida para centrarme sólo en mi creación artística. No fue una decisión fácil, como he dicho antes, porque implicaba pasar de un trabajo seguro a uno incierto justo cuando se estaba empezando a sentir la crisis. En el año 2011 me casé y pronto tuve que hacer todo tipo de cosas para sacar dinero, como vender acuarelas casi regaladas en mercadillos de moda y aceptar encargos de muchísima gente. Esta etapa la recuerdo con mucho cariño, fue un tiempo de aprendizaje.
– Hay varias etapas o series desde 2009: tras Moby Dick, unas más figurativas, alguna de transición, y luego las de puro color y texturas, que invitan a palpar. ¿Cómo se producen estas evoluciones?
– Quizá por mi formación como licenciado en Historia del Arte y restaurador a mí me interesa tanto la pintura figurativa como abstracta y en mi trayectoria personal he explorado y exploro muchos caminos. Es evidente que el estilo que más me caracteriza y que se ha consolidado más a lo largo de los años es el de la pintura abstracta de gran formato, pero, a lo largo de los años, he ido viendo cómo hay determinados temas a los que es necesario aproximarse desde la figuración. Es el caso de las series de animales y de otras que empiezan por puro divertimento y acaban reunidas en algo unitario y con sentido, como Painting o Gamberrada barroca.
En mi obra intento reflejar mi visión de la realidad. Mis pinturas constan normalmente de muchas capas, y todas cuentan, todas importan para percibir el todo final. La realidad no se puede explicar desde un solo punto de vista, eso me ha llevado a la forma esférica, porque para entender una pintura esférica hay que rodearla. Por un lado, puede predominar un color y, por el opuesto, puede ser de otro diferente.
En cualquier caso, no he abandonado el lienzo liso en absoluto. Digamos que la pintura esférica es una línea más dentro de mi exploración.
– Hay algo de vitalismo sereno en su pintura. No sólo porque usted es un buen cervecero, sino porque incluye, de repente, un homenaje a Velázquez repleto de humor: la Gamberrada barroca.
– Creo que el humor y el desenfado es fundamental en el arte y en la vida en general. ¡Las cosas demasiado serias se acaban volviendo hostiles! A veces se confunde el respeto por las cosas importantes con una suerte de solemnidad triste. Por otro lado, al igual que se suele decir que la filosofía surgió en Grecia porque por primera vez en la historia apareció una clase ociosa, con tiempo para aburrirse, estoy seguro de que muchas de las mejores creaciones artísticas de la humanidad han surgido, no tras una sesuda reflexión, sino fruto del inocente juego del artista. En mi opinión, el artista habla sobre lo que lleva dentro, se lo proponga o no. De hecho, estoy seguro de que muchas veces la obra dice muchas más cosas de las que inicialmente pensaba su autor.
– ¿Podemos hablar de continuidad con su fe personal y con el trabajo que hace para varias iglesias o instituciones religiosas?
– Mi fe personal creo que afecta a toda mi obra, no sólo a la obra sacra, pero, efectivamente, durante los últimos años he trabajado en seis proyectos diferentes para iglesias donde he pintado, modelado sagrarios o diseñado mobiliario litúrgico. El arte sacro me parece un desafío artístico muy interesante. El arte occidental sólo se puede entender desde el cristianismo sobre un sustrato grecorromano y, por razones que no vienen al caso, desde el siglo XVIII el arte (y no sólo el arte…) se ha ido distanciando cada vez más de sus raíces cristianas. Es un gran reto volver a hablar sobre nuestros orígenes, de volver a las fuentes con un lenguaje actual. Desgraciadamente, desde hace más de un siglo, el arte sacro que se ha extendido es bastante mediocre, con algunas excepciones, por supuesto.
– En su arte religioso hay un recurso, o una experimentación, muy intensa de la luz que refulge en mitad de la obscuridad. ¿Podría definirse de este modo?
– En mi arte religioso hay sobre todo dos ideas de fondo: la Encarnación, que es lo que justifica el arte cristiano, y la luz, como representación de la gracia que entra en el mundo fruto del sacrificio de Cristo. Me interesa mucho en ese sentido el comienzo del evangelio de San Juan. La imagen de la luz que se adentra en las tinieblas es muy poderosa.
– ¿Hay en esa luz, en esos brochazos y texturas que se convierten casi en luz material, física, táctil, algo del arte bizantino y sus dorados? ¿Algo de Egipto?
– Sin duda. Esa luz que pinto es dorada, y pretende asociarse con toda la tradición del oro como representación de la realidad divina en la Iglesia, y especialmente en la oriental.
Cuando pinto la luz, lo hago con grumos espesos de pintura, en los que la consistencia material es evidente e importante.
Los judíos eran y son iconoclastas, como es lógico; porque, si hay un solo Dios y es el ser supremo y excelso que se supone que es, obviamente es un sacrilegio intentar representarlo. Los cristianos, sin embargo, creemos que Dios nos dio un rostro visible en Jesucristo, que Dios se ha encarnado, que se ha hecho carne, materia. Yo no soy teólogo, pero supongo que eso en cierta manera «sacraliza» el universo material, que deja de ser una sombra triste del universo espiritual. A mí por eso me gusta recrearme en la «materia» de la obra, sea religiosa o no, porque es santa.
– En el Colegio Internacional Kolbe (Madrid) se mezclan los dorados, las incisiones, e incluso una alusión al arte religioso clandestino, de los presos de Auschwitz, donde padeció el santo que da nombre al centro. ¿No es así?
– Exacto. Para la pintura del colegio Kolbe me sugirieron que me basara en una imagen de un Cristo crucificado que apareció incisa en una pared de la celda en la que estuvo prisionero san Maximiliano Kolbe. No se puede saber quién la ejecutó, pero, obviamente, fue un prisionero que sufrió allí su personal calvario, lo cual hace mucho más poderosa la imagen. Reproduje esa crucifixión a una escala bastante grande y también la grabé, como el prisionero, aunque en lugar de hacerlo sobre un muro de hormigón gris, lo hice sobre una pared donde previamente pinté un gran degradado de luz dorada que caía de lo alto. Esto simboliza la salvación que llega al hombre a través del sacrificio de Cristo. Una vez más llegamos a la paradoja: un fracaso desde el punto de vista humano supone la mayor victoria jamás lograda a lo largo de la Historia.
– Durante este último año y medio usted ha dedicado dos series pictóricas a la pandemia, la primera sobre el confinamiento (Diario de una cuarentena, vertida en libro de papel) y la segunda sobre la nueva normalidad. ¿Miedo, esperanza, acogida, hogar, posterior distopía…? ¿De qué nos hablan estas dos series?
– El Diario de una cuarentena es una serie de acuarelas que comencé en un cuaderno el mismo día que nos confinaron y surgió de forma completamente espontánea, ante la intuición de que empezábamos a vivir un momento histórico que personalmente necesitaba contar y contarme a mí mismo. Reúne imágenes de mi vida cotidiana, que ha sido similar a la de mucha gente que estaba en sus casas, y otras que expresan mi visión sobre la situación que estábamos viviendo, junto a algunas metáforas relativas al futuro de nuestra sociedad. Creo que el tono general del diario es más esperanzador que otra cosa, y que así lo ha percibido mucha gente que lo tiene en sus casas, ya editado como libro, como un recuerdo amable de lo que todos hemos vivido.
La serie de acuarelas sobre la Nueva Normalidad es fruto de mi asombro y actitud crítica a la gestión posterior de la pandemia. Yo creo que todos hemos podido ver cómo, escudados por la pandemia, se ha aprovechado para adoptar medidas restrictivas en muchos ámbitos, en ocasiones incoherentes. También he querido reflejar de qué modo la sociedad ha priorizado el interés por la pandemia frente a problemas menos inmediatos, pero de mayor calado.