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Automne ou Nazareth, de Rouault, fue una de las primeras obras del siglo XX que en ingresar en las colecciones vaticanasMuseos Vaticanos

Segundo domingo de Adviento

Georges Rouault, el artista que pintó el Adviento y al que Hitler `excomulgó´

Nacido en París en 1871, durante las matanzas de la «semana de la sangre» de la Comuna, la obra de Rouault sería, décadas más tarde, de las primeras pinturas modernistas en acceder al Vaticano

«¡Muerte a los ateos!», clamaba el graderío. Y todo era fiesta y jolgorio. Y la gente reía y aplaudía. Aplaudía, sobre todo, en el momento exacto en el que la sangre brotaba a borbotones, como si aquellos manantiales improvisados fueran una confirmación de que la pena capital se había consumado. Ese momento, seguramente, en el que las dentelladas de las fieras desgarraban la piel y la vida de los cristianos que, en aquél preciso instante, alcanzaban la palma del martirio, concluyendo su particular adviento, su tiempo de espera, que hace una semana comenzábamos nosotros. Y de fondo, constantemente, la misma letanía. «Muerte a los ateos, muerte a los ateos».

Según algunos cronistas, ese era uno de los gritos que se escuchaba en el circo romano durante los espectáculos, porque los santos (como se llamaban entre ellos, por cierto) se negaban a inclinarse ante Júpiter, Plutón, Apolo o ante cualquier otra divinidad del panteón romano; tampoco tenían templos donde depositar ofrendas, ni aras donde quemar incienso, porque el templo era la propia comunidad, la ekklesia, y las ofrendas eran ellos mismos, su propia vida. Por lo tanto, aquél grito era cierto. Los primeros cristianos fueron los ateos de su tiempo. Los que no se sometieron a los ídolos. Los que fueron liberados de los hombres cuyo premio era esta vida.

Georges Rouault también fue un mártir. No murió en la arena desgarrado por una pantera, ni fusilado por odium fidei frente a un paredón, ni destripado vivo en una ceremonia tribal, como tantos otros mártires en el sentido estricto del término. Pero fue mártir en cuanto a que fue testigo; testigo de una realidad que traspasó su vida como una flecha y le hizo consagrarse a un arte donde la miseria y el dolor de los últimos de la tierra, de los marginados, de las ratas y de las prostitutas, desgarrara con violencia el muro que separaba lo profano y lo sagrado. Ese fue su adviento. Su espera en un Dios que se había encarnado y que habitaba en cada hombre, pero especialmente en cada hombre doliente. La Navidad que esperaba Rouault no era la de las luces y los escaparates, sino la del acontecimiento, la del Dios-que-viene a iluminar la oscuridad, la suciedad y el horror (no a hacerlos desaparecer), el encuentro con aquél que «no codició el ser igual a Dios, si no que se hizo hombre, y hecho hombre se humilló a sí mismo, tomando la condición de esclavo» (Flp 2, 6-7). La espera, al fin y al cabo, en un Dios que no solo ha venido, si no que ha vencido a la muerte. Y es que ciertamente, su trayectoria artística seguirá un esquema similar, en la que transitará desde la oscuridad hasta la luz, sobre todo en su etapa final. Pero vayamos al inicio.

Imagen de archivo de Georges Rouault

Entre la realidad más inmediata y la espiritualidad más elevada

Nacido en un sótano de París en 1871, durante las matanzas de la «semana de la sangre» de la Comuna, estudió pintura en le École des Beaux Arts, junto a Matisse y Marquet, convirtiéndose en el discípulo predilecto de Gustave Moreau. En líneas generales, toda su obra posee una impronta dramática y melancólica, recubierta siempre por una especie de poética de la miseria, como si fuera un halo de sacralidad que lograba una fusión perfecta entre la realidad más inmediata y la espiritualidad más elevada. Pobres, apátridas, parias, payasos y prostitutas serán no sólo los protagonistas de sus obras, sino también sus amigos.

Su primera etapa, de 1902 a 1914, está marcada por una clara inclinación puramente social, de comprensión y de amor por las víctimas de las injusticias, pero con un fuerte carácter premonitorio, ya que estas figuras serán presentadas como figuras simbólicas del dolor, casi religiosas. Tras esta primera etapa, e influido por otros pintores y escritores católicos militantes de aquella Francia convulsa, como León Bloy (el mendigo ingrato, el amigo de los pobres) o Jacques y Raisa Maritain, se adentrará sin billete de vuelta en los subsuelos de aquél París que se preparaba para lo peor, siendo el pintor testigo del dolor y altavoz de todos aquellos que vivían explotados por la «hipócrita existencia burguesa», pero con una visión más transfigurada. Para «crear la verdadera expresión de la gloria que irrumpe en la visión», en palabras de Von Balthasar, Rouault tuvo que despedazar la forma canónica, sabiendo que de los humillados y ofendidos irradia una luz inaprensible. Así, en 1917, creará la serie Miserere, donde ya la presencia de Cristo al principio y al final de cada ciclo otorgará al conjunto un mensaje de esperanza; en medio del sufrimiento encarnado en una serie de personajes rotos, como exiliados, vagabundos, soldados o prostitutas, Rouault intercalará diferentes escenas de la vida de Cristo, manifestando la radicalidad de la Encarnación (con mayúscula), hasta sus últimas consecuencias.

En este sentido, es interesante tener en cuenta que de entre todos los personajes sufrientes retratados por Rouault, será en el payaso donde aparece el símbolo más patente de la existencia humana: peregrino sin patria, desamparado, mostrándose en su mayor pureza precisamente en su ridículo disfraz. Lo resume el pintor en una carta de 1905: «en ese carromato de nómadas, parado en la carretera, he visto a ese viejo payaso a punto de retomar su traje brillante y abigarrado, ese contraste de cosas brillantes, hechas para divertir y esa vida de una tristeza infinita si la miramos desde fuera (…)He visto que el payaso era yo, nosotros. Todos llevamos un traje de lentejuelas, pero si nos sorprendiéramos a nosotros mismos como yo he sorprendido al payaso…(…) No quiero dejar a nadie con su traje de luces puesto, sea este rey o emperador. Del hombre que tengo ante mí es su alma lo que quiero ver, y cuanto más grande es y más se glorifica humanamente, más temo por ella». Por lo tanto, el payaso, y también todos los personajes abatidos y fracasados, serán para Rouault una imagen de ese payaso sin el traje, donde poder contemplar el alma y nada más.

Christ sur la Croix, obra de Rouault, expuesta en Winterthur (Suiza)Villa Flora

El pintor `excomulgado´ por Hitler

Pero si hay algo que debería conferir a Rouault un reconocimiento todavía mayor es que todo ello, toda esta carga de significado tan profana y tan sagrada, fue concretada de una manera magistral experimentando incesantemente con formas y armonías de color que ponen de manifiesto el afán creativo y experimental del artista por encima de la exigencia de ceñirse al tema y, sobre todo, sin encasillarse en ninguna corriente o escuela artística concreta. Y por eso, Rouault no solo fue un mártir sino que también fue un `ateo´. Fue un vanguardista solitario, con muchas influencias iniciales del fauvismo y del expresionismo, pero siempre al margen, in the margins, persiguiendo siempre una fuerza sintética que lograra expresar con mayor claridad su idea y su misión. De hecho, si su vocación vanguardista y social le llevó a merecer la «excomunión de Hitler» (junto a tantos otros artistas, catalogados de «degenerados»), su profunda sensibilidad religiosa le abocó a una especie de ostracismo histórico, por el que nunca llegó a ser tan reconocido a nivel internacional como otros pintores contemporáneos. Fue un `ateo´, por tanto, de la modernidad, de las corrientes de pensamiento predominantes, tanto de un lado como del otro, del propio mercado del arte («el nombre de artista, tan prostituido», dirá en algunas de sus cartas). Y es que, aún siendo padre de familia, su intransigencia y su franqueza en el arte, en su arte, le condenaron a la más atroz miseria. Como el mismo dejará por escrito: «Tengo dos niños, pero mi mujer comparte absolutamente mi manera de ver las cosas, y hasta hoy mi conciencia de artista ha permanecido pura… Sin embargo, la lucha me parece tan ardua y tan penosa que no fuerzo a nadie a que me siga».

Y así vivió y así murió, en 1958, Georges Rouault, pasando como uno de tantos, con cierto reconocimiento al final de su vida pero, sobre todo, habiendo buscado, de manera incansable, el rostro de Cristo en los que sufren, en los que son aplastados por el peso de otros, en un Adviento perpetuo que es también el nuestro, en una Navidad que es también la nuestra: la de Dios que viene a la oscuridad y al frío de la gruta de Belén, a nuestra vida, para llenarla de luz; la de Dios que se hace carne y no es ajeno al sufrimiento ni al dolor ni a la soledad ni a la muerte.

  • Tomás Rico es artista e historiador del arte. 32 años. Padre de cinco. Esposo de una. Afincado en los Países Bajos desde 2016