67 aniversario
Matisse, el modernista ateo que pasó sus últimos días `enclaustrado´ en un convento de las dominicas
El 3 de noviembre de 1954 fallecía uno de los máximos exponentes, junto a Picasso, del arte moderno. Su vida y obra atravesó los cinco continentes y acabó en un claustro de las dominicas de Vence, donde se consagró a la belleza y la sencillez
Todo comenzó con una delicada operación. Postrado en una cama de hospital, con la incertidumbre del que se sitúa frente a un abismo, un hombre escribe en su cuaderno de notas. Describir la escena sería recurrir a la ficción fácil, la de las lágrimas en los ojos, el nudo en la garganta y toda esa puesta en escena tan recurrente del pathos último. Prefiero imaginarme detalles más insignificantes, como la ligera molestia que provoca la vía del gotero en la mano que esgrime la pluma, el sonido casi imperceptible del reloj que, colgado en la pared, avanza implacable, o el vaso con dos dedos de agua que reposa en la mesa auxiliar, esas mesas altas que se sitúan al lado de las camas de los hospitales. Pero todo esto son detalles inciertos e irrelevantes, demasiado cotidianos, demasiado normales. Lo que sí sabemos, más allá de la mera suposición poética, es que el hospital estaba en Lyon, cerca de la frontera de la Francia ocupada en aquel 1941 que hoy se nos presenta tan lejano, y que en el cuerpo de aquel hombre también se libraba una batalla comparable a la que estaba asolando Europa entera.
Un tumor maligno estaba apoderándose de su colon, y su última esperanza se encontraba en las cuatro paredes del quirófano al que iba a ser trasladado en cualquier momento. Sabemos, también, lo que el hombre escribió en su cuaderno: «amo a mi familia verdadera y profundamente». Así de sencillo. Como un testamento del día a día. Como una planta de interior. Como un cuerpo desnudo. Como una mesa con fruta. Y digo que todo empezó, pero más bien debería decir que todo empezó de nuevo. Porque la carrera artística de Henry Matisse, que así es como se llamaba el hombre que escribía en la cama del hospital, había empezado hacía ya muchos años, en el crepúsculo del siglo XIX, consagrándose como uno de los Pintores (así, con mayúscula) del nuevo siglo y aprendiendo a adentrarse como nadie en los entresijos del color y de la naturaleza. Pero en aquella cama no cabía ni el fauvismo, ni el salón de Otoño, ni Cezanne, ni Picasso, ni su fama, ni siquiera su prestigio; solamente un boli y un cuaderno con los que desnudar el alma.
`Obsesionado´ por la belleza
Y pasó la operación, y el tumor fue extirpado, y la vida empezó de nuevo. Pero aquella experiencia vital marcó también su obra, invitándole a una simplificación no ya conceptual, que siempre había defendido, sino también formal. Algunos años después de la operación, que aún habiéndole salvado la vida le dejó en un estado de salud precario y limitado, escribirá en una carta a un amigo: «siempre he tratado de ocultar mis esfuerzos, deseando que mis obras tuvieran la ligereza y la alegría de la primavera, que no hace imaginar a nadie el trabajo que ha costado». Su obsesión por la belleza de las cosas irrelevantes y cotidianas se tornó, por necesidad, en una simplicidad plástica abrumadora, ya que su estado físico, que le obligó a vivir en una silla de ruedas hasta su muerte, le obligó a explorar nuevas formas artísticas como los gouaches découpés (papel recortado que posteriormente pegaba sobre una superficie, a modo de collage) o la propia pintura realizada con un palo largo a modo de pincel. Formas artísticas, ambas, que le empujaban a simplificar al máximo la alegría de la primavera a la que un día se consagró, casi de una manera profética.
La Capilla del Rosario
El epílogo de todo esto sería su última gran obra. Más que un epílogo, fue un resumen, una conclusión, una concentración providencial de su pasado y de su presente. Y es que su estancia en el hospital de Lyon no sólo regaló a Matisse un deseo vital y práctico de simplificación, sino que además cruzó en su camino a una joven estudiante de enfermería, Monique Bourgeoisle, quien le cuidó durante su convalecencia y que, años más tarde, se convertiría en la hermana Jacques-Marie. Y cuando el maestro supo que las dominicas del convento de Saint-Paul-de-Vence, donde había ingresado la que se convirtió en su amiga, no tenían capilla propia, diseñó, financió y ejecutó lo que se convertiría en el legado vivo de su obra. Y a partir de aquel momento, el hombre de la cama del hospital, el de la segunda vida, el de la silla de ruedas y los pinceles de dos metros, se enclaustró en el convento de las dominicas de Vence para dar vida a la Capilla del Rosario, donde todo es un canto a la belleza y a la sencillez. Y él, que se reconocía ateo aún habiéndose consagrado a mostrar la belleza de todo lo creado, acabó sus días pintando aquellos muros, diseñando objetos litúrgicos y convencido de que todo, aún lo más irrelevante, lo más cotidiano y lo más normal, formaba parte de un canto a la belleza, siempre antigua y siempre nueva.