Escribir cuando uno está triste
No escribo cuando estoy triste porque me conozco y sé que elegiría como tema antes la sordidez del crimen pasional que la serenidad del amor conyugal, antes el suceso grotesco que el milagro cotidiano
Entrevisté a Enrique García-Máiquez hace unas semanas y, como respuesta a alguna de mis preguntas, me confesó que él no puede escribir cuando está triste, que la pesadumbre agosta su ingenio. Aquello me recordó a su vez a mi gran amigo Dani de Fernando, que suele decir de sí mismo, en cambio, que necesita cierta aflicción para escribir y que, además, si la cuestión es celebrar algo, lo último que se le ocurre es redactar un artículo y lo primero convidar a sus amigos a cervezas, vinos, whiskeys.
Aun reconociendo que tiene que haber de todo –escritores alegres y atormentados, textos ditirámbicos y elegíacos–, reconociendo que la diversidad es buena y que contribuye a manifestar la gloria de Dios, en esto me alineo con Enrique. En primer lugar, por un motivo estrictamente práctico. ¿Cómo centrarse en el acto de escribir, que exige toda la atención, si uno está ocupado compadeciéndose a sí mismo, maldiciendo su propio infortunio? A mí me resulta imposible. Un pensamiento sombrío puede oscurecer la mejor de las ideas. En el preciso instante en el que el escritor triste está a punto de formular una frase redonda, una punzada de nostalgia o un vaticinio desesperanzado distraen su intelecto, lo nublan y le impiden así culminar su tarea. Al escritor que está sufriendo puede afligirle, a su modo, ese mal que le aflige al lector también: el de pasar páginas como un autómata, leyendo sin leer, con la mente errante en algún averno, y de pronto, gracias a un chispazo de lucidez, caer en la cuenta de su propio extravío.
La alegría nos permite distinguir en el mismo centro del abismo un destello de luz que insinúa una esperanza
El segundo motivo es moral y más importante. ¿Cómo asegurarse de que nuestra tristeza, que es expansiva, no eclipse la realidad, que es luminosa? La literatura que a mí me gusta es la que hace justicia con palabras que juguetean despreocupadamente a un mundo que es en general bello, verdadero y bueno. Tiene sus sombras de dolor, claro, y sus simas de sufrimiento, por supuesto, pero yo, sin negar la necesidad de que otros consagren su atención a esos ámbitos tan oscuros, prefiero quedarme con el todo y cantarlo con mis alegres titubeos. No escribo cuando estoy triste porque me conozco y sé que elegiría como tema antes la sordidez del crimen pasional que la serenidad del amor conyugal, antes el suceso grotesco que el milagro cotidiano, y que, haciéndolo, estaría deshonrando una realidad que exige ser honrada y engañando a un lector que no merece ser engañado.
Pero no sólo. Cuando no se puede eludir esa desgracia de la que todos hablan o esa otra que le hiere a uno mismo, cuando ya no queda más remedio que escribir a corazón abierto sobre ella, estar triste es una pena. La alegría nos permite distinguir en el mismo centro del abismo un destello de luz que insinúa una esperanza, distinguir un resplandor de bien allá donde el mal parece oscurecerlo todo. La tristeza, por el contrario, sólo nos vuelve más sensibles a la sombra y menos, ay, a ese fulgor que la ilumina desde dentro. Mientras el escritor alegre redime la desgracia con su alegría, el pesaroso no puede sino exacerbarla con su pesar.
Cuando estoy triste, porque lo estoy de vez en cuando, me aparto prudencialmente del folio y me entrego al llanto, deseando que la tristeza salga de mí como encapsulada en mis lágrimas y que yo, recobrada la alegría, pueda volver a escribir por fin.