La vida en los márgenes
Quizá sea en la intimidad de esos espacios residuales desprovistos del interés y el afecto del gran mundo donde nos sea dado encontrar un atisbo de existencia verdadera, un rescoldo de luz humilde con el que señalar el camino a quienes vienen tras nosotros
Cada época se ordena en torno a un conjunto de rasgos. Quizá lo obvio de esta aseveración nos distraiga de la dificultad que para los estudiosos de la historia supone la determinación de unas características precisas con las que acotar su objeto de estudio. No obstante, nos dejamos guiar por ciertos arquetipos. Aprendemos a desenvolvernos a través de períodos que en ocasiones abarcan siglos con el auxilio de unas pocas nociones sancionadas por el uso. A la vastedad inabarcable de los hechos, a su heterogeneidad proteica, les oponemos una nómina de criterios que los fijen a un marco y nos los hagan presentes a la luz de una cierta coherencia.
Es así como nos acercamos al pasado. En una aproximación que necesariamente tiene algo de epidérmica, nuestra mirada escruta las características de cada período a la búsqueda del núcleo desde el que emana esa esencia inaprehensible que algunos dan en llamar el zeitgeist, el espíritu de la época. Desde allí se difunden los trazos que otorgan a cada momento de la historia una fisonomía peculiar. Hay, no obstante, fenómenos inclasificables, acontecimientos que, por su resistencia a todo intento de catalogación, contradicen las sensatas generalidades con que nos habíamos acostumbrado a insertar cada suceso dentro de un orden estable.
Esta suerte de excepcionalidad remite al carácter en última instancia libre de la condición humana. Nos recuerda que la historia, al contrario que las leyes que rigen la mecánica de los procesos naturales, no está sujeta a ningún principio de determinación. Hay ocasiones en que cuando más asentados se antojan una estructura de poder, un sistema económico, un determinado modo de organización social, prende la chispa que al cabo de un tiempo, si las circunstancias le son favorables, acabará por provocar una mutación irreversible en las formas de vida vigentes hasta entonces. Se trata de un hecho tanto más desconcertante cuanto que nos es infrecuente que su punto de irradiación se localice lejos de ese centro que funda y sostiene el carácter distintivo de una época. Surge, pues, como un suceso marginal, una manifestación anecdótica y hasta cierto punto fortuita predestinada a la insignificancia y el fracaso. Y, sin embargo…
Existen momentos en la historia en que el origen de una transformación radical en aras de un incremento del bien puede estar incubándose en los márgenes más apartados de la sociedad.
Y, sin embargo, el espíritu sigue soplando donde quiere. La clave de lo que trato de exponer la hallé hace unos pocos días mientras leía Compasión, el magnífico ensayo de Alejandro Rodríguez de la Peña publicado por CEU Ediciones. Allí di con este párrafo: «Jesús de Nazaret es el profeta de los parias por excelencia, tanto por su radical inocencia, como por los estigmas sociales ('el hijo del carpintero'), étnicos (galileo) y religiosos (judío) que le inhabilitaban de raíz para convertirse en lo que se terminó convirtiendo: en el divino Maestro y redentor de la civilización grecorromana». El fragmento nos sitúa frente a una tesitura decisiva: la de comprender que existen momentos en la historia en que el origen de una transformación radical en aras de un incremento del bien puede estar incubándose en los márgenes más apartados de la sociedad. El Imperio Romano era entonces –como de manera muy pertinente el autor del ensayo se encarga de recordarnos– una apisonadora de vidas humanas cuyo poder no conocía límites. Pero en el extrarradio de ese espacio de opresión institucionalizada, en el árido rincón de una remota provincia del imperio, entre la marabunta innominada de los desposeídos, brotó lo impredecible.
El relato de lo que sucedió a partir de aquel instante se confunde con la crónica viva de nuestra civilización. Durante más de diez siglos, el cristianismo pasó a ocupar el centro de una geografía que quedó trasformada desde su base por el empuje de una fuerza espiritual que acertó a manifestarse en la práctica totalidad de las esferas de la vida, a las que dotó de una textura y un esplendor característicos. Su esencia, por constreñirla al máximo, queda suficientemente explícita en esta frase de Hannah Arendt: «La única actividad que enseñó Jesús con palabras y hechos fue la bondad». A nadie se le oculta, no obstante, que lo que vivimos hoy es el progresivo repliegue de este mensaje de incomparable potencia ética. Asumida esta circunstancia, la respuesta a una constatación histórica de tales dimensiones debería arraigar, antes que en una llamada a la espectacularidad de las grandes movilizaciones, en un cambio de actitud personal. Puede que nos hallemos ante una oportunidad irrepetible de reorientar la mirada. De los grandes focos de atención de nuestro tiempo, en su mayor parte colonizados por una turba sombría de individuos ajenos a todo lo que no sea el desmantelamiento de lo heredado, deberíamos dirigir la mirada hacia esos otros ámbitos que vuelven a quedar orillados en los arrabales menos prestigiosos de la civilización. Quizá sea allí, en la intimidad de esos espacios residuales desprovistos del interés y el afecto del gran mundo, donde nos sea dado encontrar, de nuevo, un atisbo de existencia verdadera, un rescoldo de luz humilde con el que señalar el camino a quienes vienen tras nosotros. El cálido aliento, en suma, de una fe limpia y restaurada a partir de la cual la vida pueda volver a desplegarse.