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Carlos Marín-Blázquez

Pedagogías de la disolución (II)

La fábula chestertoniana nos previene acerca de la amenaza de un poder orientado a la disolución de los fundamentos de la sociedad cuya custodia tiene a su cargo

Actualizada 04:15

Un escritor que, como Chesterton, fue capaz de alumbrar una intriga novelesca a partir de la idea de que el jefe de la policía de Londres era, a su vez, el jefe de los anarquistas de Londres, no tendría mayores dificultades en ofrecernos una explicación plausible de las extravagantes paradojas que configuran el sentido de nuestro tiempo. Su genio anticipatorio conjeturó el advenimiento de un orden nihilista, de naturaleza esencialmente deconstructiva, y cuya labor de demolición no se acometería desde alguna instancia externa a dicho orden, sino desde el núcleo de aquello que debería representar la esencia de la respetabilidad y la garantía de la salvaguardia del bien común: desde el centro mismo de sus instituciones.

La fábula chestertoniana nos previene acerca de la amenaza de un poder orientado a la disolución de los fundamentos de la sociedad cuya custodia tiene a su cargo. En paralelo a esa tarea de desmantelamiento de un sistema de creencias y costumbres que cierta clase oligárquica habría decretado caduco, acontecería la promoción de un nuevo estado de cosas al que la propaganda se encargaría de adornar con epítetos entusiastas. Se diría que éste es el punto en el que nos hallamos: la ideología desplaza a la realidad; el Estado se sacraliza; el lenguaje se confina en los asfixiantes límites de un espacio politizado, saturado de señuelos y trampas, y permanentemente instrumentalizado con vistas a enaltecer a los puros y condenar a los discrepantes. Descontando a los manipuladores y a los cínicos (es decir, a quienes, casi siempre desde la sombra, deciden el sesgo que interesa aplicar a la interpretación los acontecimientos), los que se pliegan a esta estrategia de fractura lo hacen persuadidos de hallarse al servicio de un bien superior. Su empecinamiento adquiere las trazas de un apostolado. No hay argumento, por incontrovertible que se les presente, que alcance a enfriar su fe.

En la medida en que concedamos verosimilitud al diseño de un mundo confeccionado con arreglo a los presupuestos anteriores, entenderemos que la educación esté llamada a jugar un papel preponderante. Rousseau abrió el camino a una concepción utópica de la misma según la cual el niño, extraído del campo de influencia de la familia, no alcanzaría mayor entidad que la propia de una materia informe susceptible de ser modelada en función de los intereses de aquello que, tras el triunfo de la Revolución Francesa, aspira a arrogarse no sólo el monopolio del poder, sino la representatividad íntegra de la esfera comunitaria: la política.

Se suceden entonces las reformas educativas bajo la coartada de edificar una sociedad nueva. La potencia de este mito regenerador avala un delirio legislativo del que a todo aquél que no esté afectado por algún tipo de ceguera sectaria le constan los efectos desestructuradores que ha tenido sobre las generaciones más recientes. El menosprecio de la memoria, con la consiguiente rebaja de los contenidos –singularmente en el ámbito de las humanidades–, además de profundizar en un vacío cultural que deja al sujeto a merced de sus pulsiones consumistas y en manos de los ídolos del momento, impide que fragüe la conciencia de compartir un patrimonio civilizatorio de una riqueza deslumbrante. Privado de referencias comunes, de la transmisión de la experiencia del pasado, que es precisamente lo que brinda la posibilidad de articular un pensamiento autónomo, el individuo se hunde en la ciénaga de lo virtual. Bajo el signo de semejante déficit, se nos priva de un suelo fértil en el que arraiguen nuestros vínculos y se persevera en la atomización de una sociedad incapacitada, por su misma fragmentación interna, para la defensa de sus intereses.

Lo que se vislumbra detrás del «hombre nuevo» anunciado por los sumos sacerdotes del progreso es algo muy distinto a lo que quieren hacernos creer

Medidas como la promoción de curso sin límite preestablecido de asignaturas suspensas sólo admiten una explicación: fabricar un sujeto que no se exija nada a sí mismo. Este debilitamiento de la voluntad resulta clave para agrandar la fractura entre, por un lado, las capas sociales más desfavorecidas, que dejan de encontrar en la educación una vía que les brinde la posibilidad de ascenso, y, por otro, unas élites que, al defender las bondades de un sistema del que procuran mantener a sus hijos al margen, ven cómo disminuye la competencia y se garantizan –para sí y para sus descendientes– la preservación indefinida de su estatus.

Otro tipo de reglamentaciones, como las que han venido incidiendo en la merma de la autoridad de los profesores, resultan del todo coherentes con la tendencia del legislador a presentarse ante la sociedad como un generoso dispensador de derechos y como el guardián de una concepción falsamente igualitaria de la enseñanza; pero, sobre todo, prolongan la propensión a socavar toda autoridad que emane de una fuente distinta e independiente del poder político.

En un breve ensayo de 2002 que lleva el significativo título de La escuela de la ignorancia, el filósofo francés Jean-Claude Michéa supo ver que tras el desbarajuste educativo común a una parte de los países desarrollados opera una voluntad deliberada. Allí escribió: «Los actuales progresos de la ignorancia, lejos de ser el producto de una deplorable disfunción de nuestra sociedad, se han convertido en una condición necesaria para su propia expansión». El autor iba al meollo del problema. Su ensayo argumentaba que lo que se vislumbra detrás del «hombre nuevo» anunciado por los sumos sacerdotes del progreso es algo muy distinto a lo que quieren hacernos creer. Estaríamos, desde hace años, en el terreno de la ingeniería social, inmersos en la gestación de una masa social al servicio de una tecnocracia que ha aprendido a manipular las conciencias a base de consignas lúdicas y proclamas subversivas. «La abolición de todos los obstáculos culturales frente al poder sin réplica de la economía –escribe Micheá a propósito de Mayo del 68, el penúltimo vivero de ideas para los nuevos aprendices de brujos– se presentó paradójicamente como el deber principal de la revolución anticapitalista».

Y frente a esta marea que arrasa con los modos de conocimiento que hasta hace no tanto situaban la inteligencia, la memoria y el esfuerzo en un plano de superioridad, ¿qué cabe oponer? Una cosa tan sólo: la labor diaria, anónima, denodada de –todavía– un buen número de maestros y profesores que, contradiciendo con su trabajo el espíritu disolvente de las leyes, se resisten a dejar de creer en lo que hacen. Únicamente la fe de ese compromiso apuntala ya el tambaleante edificio de nuestra educación.

Carlos Marín-Blázquez

Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Es autor de dos libros de aforismos: Fragmentos y Contramundo
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