Leyes enemigas
No hay civilización sin leyes que garanticen, más allá de nuestra indispensable integridad física, una posibilidad de crecimiento espiritual y de apertura confiada hacia los otros
Entre otros factores, el prestigio de la norma se asienta en su duración. Su carácter no mudable cimenta el marco de una vida estabilizada. ¿Acaso no es así desde niños? Se nos educa en la observancia de unas pautas de conducta constantes. Somos instruidos en el reconocimiento de ciertos límites cuya transgresión desencadena un repertorio de sanciones. A cambio de su sometimiento a esta suerte de coacción, el niño siente que a su alrededor fragua un orden sólido. Las restricciones impuestas a las pulsiones de su instinto se saldan –en abierta contradicción con lo que afirman las teorías pedagógicas más extravagantes– con un incremento de la seguridad en sí mismo. El niño crece en el centro de un espacio que percibe exento de arbitrariedades. Este aprendizaje de la obediencia, lejos de transformarse en el desdichado fermento de una personalidad manipulable o apocada, afirma en su interior un bagaje de gratitud hacia quienes, minimizando los vaivenes de su capricho y apartándole de la tentación de la inconstancia, acometen el forjado de una voluntad apta para enfrentarse al mundo.
Es así, primero en la familia y muy pronto también en ese ámbito de iniciación a los rudimentos de lo público que representa la escuela, como el niño interioriza su respeto por las normas. Detecta en ellas un principio de permanencia que inscribe cada uno de sus actos en una misma línea de sentido. La repetición se hace hábito, y de la consolidación de los valores derivados de su aprecio por la regularidad a que le induce la norma, nace el germen de las virtudes sobre las que, en adelante, se habrá de sostener su vida: tenacidad, esfuerzo, humildad, autocontrol, aprecio por el trabajo bien hecho…
No resulta concebible para el niño una norma que menoscabe el orden de sensateces en que, a su juicio, todavía imagina que acontecen las cosas
Así pues, el universo normativo en el que desde muy temprano aprende a desenvolverse el niño supone para él no sólo un anclaje de estabilidad y un muro de protección frente a las diversas formas de hostilidad a las que todos nos hallamos expuestos; representa también, y en un grado decisivo en aras a la necesidad de ordenar los acontecimientos de su vida en una jerarquía permanente, la concreción de un paradigma moral. En su conciencia, el precepto queda vinculado a lo bueno. No resulta concebible para el niño una norma que menoscabe el orden de sensateces en que, a su juicio, todavía imagina que acontecen las cosas. Por lo demás, numerosas expresiones de la cultura popular ayudan a consolidar este candor primigenio: cuentos en los que se premia el valor y se castiga al malvado; películas que plasman la catástrofe de un mundo sin leyes y su redención ulterior a través de un tributo de heroísmo que restablece el equilibrio originario.
En suma, no hay civilización sin leyes que garanticen, más allá de nuestra indispensable integridad física, una posibilidad de crecimiento espiritual y de apertura confiada hacia los otros. Se hace realidad de este modo el establecimiento de lazos de mutua dependencia. Nos elevamos a la categoría de seres sociales que aprenden a conjugar la salvaguarda de sus intereses prácticos con esa otra vertiente afectiva, privativamente humana, de la que brota el sentimiento de pertenencia a una comunidad.
Sin embargo, ¿qué sucede cuando la potencia de las leyes se utiliza para minar el acervo de intereses compartidos que hacen posible la convivencia? ¿Hasta qué extremos de disolución sobre el campo de las lealtades comunes alcanza la acción de un Poder que escoge la siembra de la discordia y el incesante manipulado de las conciencias como medios de perpetuar su dominio? La respuesta a estas cuestiones marca el comienzo de un nefasto giro descivilizatorio. A partir de ese momento (que no es otro que el que vivimos en la actualidad), la ley deja de tener el propósito de aunar y comienza a utilizarse como herramienta de disgregación. Ya no fija un marco identificable de relaciones, sino que lo altera constantemente a su capricho. Ya no protege la intimidad de las personas, sino que la invade y la moldea según su conveniencia. En lo sucesivo, los hombres –como profetizara Tocqueville– se resignan a vivir bajo el delirio de una asfixia legislativa que los degrada a la triste condición de siervos.
Cada vuelta de tuerca en el empeño ideológico de separar al hombre de su realidad natural se justifica como otro paso inexcusable en el trayecto que ha de conducirnos hasta el paraíso en la Tierra
Es entonces, una vez logrado el objetivo de que la ley sea reconocida como el único principio generador de toda realidad, pública o privada, cuando ya es posible cualquier aberración: legislar contra las vidas de los más débiles, fomentar la ignorancia, desfigurar el pasado, socavar toda autoridad no política, corromper las instituciones o desmantelar hasta las costumbres más asentadas a través de masivos programas de ingeniería social.
A fin de mitigar el malestar que, al menos en sus etapas iniciales, este proyecto de deconstrucción antropológica pueda infligir a una porción de sus damnificados, sus artífices recurren a un mantra invariable: progreso. Cada vuelta de tuerca en el empeño ideológico de separar al hombre de su realidad natural se justifica como otro paso inexcusable en el trayecto que ha de conducirnos hasta el paraíso en la Tierra. Es lo que el profesor Fernando Muñoz, en un artículo reciente donde analizaba los estragos de «un derecho sin arraigo en un mundo sin historia», denominaba irónicamente «las delicias de la gran liberación». Las consecuencias, conviene no olvidarlo, acostumbran a ser devastadoras. Hace más de dos mil años, la muerte de Antígona nos mostró el destino que aguarda a quien, en cumplimiento de un deber emanado de lo más profundo de su conciencia, se atreve a desafiar a un poder que se sitúa por encima de toda obligación sagrada. Mucho más próximo a nosotros, y testigo por tanto de esta época crepuscular, Nicolás Gómez Dávila dejaba retratado el cariz de nuestro tiempo en un escolio que estremece: «La ley es el embrión del terror».