Entrevista al abad general de los cistercienses
Mauro G. Lepori: «Uno puede renunciar a todos sus ídolos cuando sabe que Dios está en su corazón»
Una conversación sobre la clausura en el mundo de hoy, sobre el silencio en mitad del ruido y sobre la fe en el auge de la acedia espiritual
Se atreve con el español por soltar la lengua y terminar de adaptarse al país que durante unos días le acoge. A propósito de su último libro San José, el eco del padre, el abad general de los cistercienses del mundo entero, Mauro-Giuseppe Lepori, visita la redacción de El Debate.
–¿Qué nos enseña san José al hombre contemporáneo?
– Su humanidad. Para mí, ahí está lo más importante, lo más actual, porque José permitió a Cristo crecer en humanidad. Su itinerario de fe, pues era él quien acompañaba a Jesús a la sinagoga, quien le enseña un oficio, quien le instruye para la vida... Todo nos ayuda a entender la humanidad de Dios Hijo gracias a la figura paternal y terrenal de José. Hay que mirar a por qué la Iglesia tiene como patrono a este carpintero. A los que observamos la regla de san Benito, nos educa en el seguimiento a Cristo ver la humanidad de este padre de la Sagrada Familia.
–¿Cómo se educa en la renuncia a la carne al que se sometió san José pero también Cristo y sus discípulos en favor de una Carne Divina?
–Creo que es importante, sobre la experiencia cristiana de la sexualidad, también a nivel afectivo, una educación a no reducir la carne a su manifestación primera. Debemos dimensionarla. Entre esposos, la relación es de una sola carne, y no solamente explicitada en el acto sexual, sino también en el compartir la vida, en dar y darse en todo lo que se tiene. No se puede reducir al hombre a un solo aspecto. Esto se ve también con el ayuno. No ayunamos porque despreciemos la comida sino porque hay algo que se puede aprender y escuchar del apetito.
–¿Cómo se ordena la masculinidad dentro del ámbito religioso hoy en día?
–Es muy importante ser consciente de esto y no identificarse en contraposición, de una forma censora, a la parte femenina del mundo. Es un peligro y un error en el que se ha incurrido en la formación de los religiosos en el pasado. La realidad del otro tiene que ser definida, comprendida y vivida. De lo contrario, ¿cómo nos vamos a entender? En el Císter, monjes y monjas, que no vivimos juntos, sí que trabajamos en los capítulos generales o en las visitas canónicas en una estrecha relación. Yo necesito esa mirada, tener esa relación sana de convivencia con mis hermanos y hermanas, contemplar la complementariedad de los dos sexos. Por eso es importante que esto acontezca en ámbitos sanos de relación, sin censura, de forma madura que pueda ayudar a crecer con naturalidad en la propia afectividad. Aquí se está haciendo y todavía se necesita un acompañamiento especial.
–En un momento convulso como el actual, ¿es la vida eremítica, el retirarse del mundo, una opción para los católicos del siglo XXI? ¿Cómo nos tenemos que relacionar con lo que está aconteciendo?
–Yo nunca habría podido escoger mi vocación monástica, vivir esta vida, sin estar en relación con los laicos o misioneros que están en el mundo. Sería como desmembrar la Iglesia, romper con su naturaleza orgánica como cuerpo místico de Cristo. Yo no puedo ser un miembro si los otros miembros no viven. Yo necesito que los otros miembros sean plenamente ellos mismos. Un corazón que no tiene manos o pies, es un corazón muerto. No tiene sentido de existir. Tener esto claro creo que es lo que más me ha ayudado a ser fiel a mi vocación monástica, manteniendo la amistad con los laicos, con las familias, con aquellos que viven en el mundo. Somos cristianos. No hay una vocación mejor que otra. Somos simplemente partes, miembros, diferentes del mismo cuerpo, de la misma vida de Cristo. Cuando se vive esto, se vive con más naturalidad la propia vocación. Además, hay que saber que cada familia, espiritual o doméstica, tiene sus peculiaridades. En los monasterios no vivimos una serie de solterones y solteronas ensimismadas. No. Justo al contrario. El monje debe sostener con su oración y con su acción. Cuando se levanta a las tres de la mañana, interrumpiendo su sueño, para rezar debe hacerlo como una preocupación, como la madre que se levanta para consolar al niño que llora. El monje y la monja cogen distancia del mundo para vivir una forma de relación con Cristo que profundice en la misión de la Iglesia.
–San José y Jesús tuvieron en común un largo periodo de vida oculta. ¿A qué nos invita el Espíritu Santo con esto?
–A entender que Dios se hace presente en lo cotidiano. Jesús escogió vivir 30 años inmerso en una serie de rutinas que a los periodistas, si lo podemos decir así, no les interesaría en absoluto. Lo que si es importante es que la comida, el lavarse, el contemplar o rezar, tenga un eco que remita a un valor eterno. A causa de la de la presencia de Dios, de la relación con Dios, en esta vida es siempre posible que cada instante pueda experimentarlo desde un sentido universal, porque lo vivo en relación con lo eterno, con el Padre. Esto nos resuena de forma especial en los monasterios. Algunos piensan que hay que mediatizarla, para su propia supervivencia. Yo no lo veo así. El permanecer ocultos significa estar a la sombra de Dios, en un espacio místico que hay que saber salvaguardar de la exposición que diluye el sentido de lo que hacemos y lo que somos.
–¿Cómo hacemos para mirar el mundo desde donde Dios nos invita en su Evangelio?
–Siguiendo los pasos como en el primer trecho del camino espiritual del joven rico. Para ello, en primer lugar, es necesario una mirada de amor hacia el hombre, al corazón de cada uno. Jesucristo, antes de decirle que debía renunciar a la riqueza, le dio una mirada desde lo que el Padre veía en él. La Iglesia está en el mundo precisamente para manifestar esta mirada sobre el hombre, que es la mirada del amor de Dios. Cada ser humano tiene la posibilidad de acoger la mirada creadora, la que nos permite discernir nuestra existencia, identificar al otro, renunciar a los ídolos que no sacian el corazón, que no está pensado para ser llenado salvo por el amor de Dios y que muchas veces es una mirada, nada más. Esto yo no puedo poseerlo. A los ídolos, sí. Pero una mirada dada, regalada por Dios, solamente me puede interpelar. No la puedo dominar. Esa mirada es toda para mí, más siempre es puesta en el otro y desde el Otro. Y si no es así, no puedo acoger lo que tengo frente a mí. El «sígueme» de Jesús significa «estemos juntos» para que veas que desde mi amor, desde mi mirada, «todo es posible».