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Entrevista al vicario auxiliar del Opus Dei

Mariano Fazio: «¿Atenas o Jerusalén? Yo elegiría las dos»

Mariano Fazio, vicario auxiliar del Opus Dei, presenta en Madrid su última publicación –Libertad para amar a través de los clásicos (Rialp, 2022)– y conversa con El Debate

Aunque nació en Buenos Aires (1960), su acento está muy tamizado, irreconocible. El deje porteño se ha suavizado debido a la convivencia, durante años, con españoles, ecuatorianos, italianos. Incluso en este aspecto se nota que es un hombre de diálogo. Periodista, historiador, doctor en Filosofía, profesor de Doctrinas Políticas en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, y, desde hace treinta años, sacerdote. Entre 2014 y 2019 ejerció el cargo de vicario general del Opus Dei, y, desde hace tres años, es el vicario auxiliar de la Prelatura. Ha publicado tres decenas de libros –más de una docena de ellos disponible en Rialp– sobre temas bien diversos: desde volúmenes dedicados a Benedicto XVI, Juan XXIII, Pablo VI, Francisco o Juan Pablo II, hasta el Siglo de Oro español, Francisco de Vitoria o un nutrido puñado acerca de literatura clásica de todos los tiempos y cómo la lectura de las grandes ficciones –Dante, Dickens, Shakespeare, Homero, Cervantes, Pushkin, Gogol, Dostoievsky, Manzoni– amueblan el alma, nos liberan, y son la mejor enseñanza para amar y llevar una vida buena.

Usted ha publicado varios libros sobre los clásicos. ¿El aspecto más destacable de los clásicos sería que nos permiten un diálogo con las generaciones anteriores?

–Los clásicos son atemporales. Pensemos en Homero. Me sigue diciendo algo hoy. Un clásico me presenta los grandes valores de la persona humana: el bien, la verdad, la belleza. De tal manera que sí, podemos dialogar con las generaciones anteriores, pero a su vez nos pueden preparar el futuro. Porque esos valores son eternos.

¿En la última generación se ha producido una ruptura con esta continuidad de clásicos?

–Hay fenómenos editoriales que dan esperanza, porque todos estos grandes libros se siguen reeditando. Es verdad que hay todo un proceso de aceleración del tiempo. La cultura va cambiando más rápidamente que en siglos anteriores. Sin embargo, la naturaleza humana sigue siendo la misma. Creo que hoy un gran desafío consiste en que tenemos que volver a poner en primer lugar que existe una naturaleza humana.

¿La ruptura con los clásicos también ha coincidido con una ruptura de valores religiosos?

–Sí, por supuesto. Si yo me dedico –aparte de muchas otras actividades más importantes– a transmitir estos valores de los clásicos, es con un afán también evangelizador. Los grandes valores del bien, la verdad, la belleza, la trascendencia, etc. que transmiten los clásicos son una preparación para el Evangelio. Hoy vivimos en una sociedad muy secularizada, donde los valores religiosos confesionales propuestos directamente quizá no se entiendan. Tal como se ha hecho a lo largo de la historia de la Iglesia, hay que preparar el Evangelio, proponer nuevamente los grandes valores humanos.

Dentro de esa preparación del Evangelio, ¿podemos retornar a los Padres de la Iglesia, a los Padres del Desierto claves?

–Por supuesto. En este campo, como en tantos otros, ha sido muy beneficioso el magisterio del Papa Benedicto XVI, que ha puesto muy, muy de relieve todo lo que les debemos a los Padres de la Iglesia. También San Juan Pablo II impulsó un documento para revitalizar el estudio de los Padres de la Iglesia en la formación de seminaristas, sacerdotes, etc. Hoy cobran especial importancia, porque se movieron en un mundo no secularizado, pero sí pagano. Por lo tanto, hay muchas analogías entre lo que podía decir San Basilio o San Gregorio Niceno o San Atanasio con la realidad actual. También hubo un debate entre los padres de la Iglesia. Se podría definir como «¿Atenas o Jerusalén?». Yo elegiría los dos, porque eso implica todo el diálogo de fe y razón.

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Usted habla sobre la importancia de la narrativa a la hora de transmitir valores o modelos humanos. ¿Cuáles serían dos, tres momentos, personajes, obras que usted destacaría como narrativas que nos muestran comportamientos de vida buena?

–Me parece que Dios mismo eligió la narrativa para transmitirnos su Revelación, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Jesús, en vez de darnos una lección magistral sobre la importancia de pensar en los demás, nos cuenta una historia que sucede en el camino que va de Jerusalén a Jericó para hablarnos del perdón y la misericordia de Dios. Evidentemente, es el mismo Dios quien ha elegido precisamente esta narración. A mí un clásico que particularmente me sorprendió, porque tenía bastantes prejuicios antes de leerlo, es Los miserables, escrito por un autor teóricamente anticlerical, sobre todo, en el último período de su vida. Nos cuenta la conversión de Jean Valjean, que es una figura cristológica. En algunos pasajes se ve bastante claramente que logra convertirse por la gracia de Dios, que utiliza como instrumento a un personaje que es totalmente de la Iglesia católica tradicional, un obispo que tiene una doctrina muy clara, que se dedica a los pobres y a cuidar a la gente de su diócesis, y que tiene una caridad heroica. Y un clásico contemporáneo es El Señor de los Anillos, una obra donde no se nombra nunca a Dios y, sin embargo, es evidente que hay una Providencia detrás. Los más débiles, los personajes que aparentemente no tienen ningún peso –desde un punto de vista humano– son los instrumentos para cambiar el mundo, para vencer el mal. Dios elige a lo más despreciable del mundo para hacer su obra de Redención, de Salvación.

¿Hasta qué punto los clásicos nos deben mostrar también la parte caída, siniestra o sombría del ser humano?

–Los clásicos no son libros buenistas o simplistas. Un clásico me tiene que presentar toda la realidad de la existencia humana. Pero, leyendo el clásico, me da los instrumentos para saber distinguir el bien y el mal. La realidad también es el mal, la realidad también es el pecado. En este sentido, un best seller del siglo XIX es El Conde de Montecristo, pero no lo considero un clásico porque la presentación de la venganza está puesta de una manera bastante atractiva, y la venganza, en cuanto tal, es mala.

Usted dice que hay distintos tipos de Modernidad, y que hay que construir una modernidad cristiana. ¿Puede explicarlo?

–Hay que alejarse de visiones maniqueas de la historia. La Edad Media tiene muchas luces y muchas sombras. Lo mismo en la época moderna o la época contemporánea. Me parece que el proceso clave para entender la modernidad es la secularización. Hay una secularización que podríamos llamar fuerte, que se puede identificar como la afirmación de la autonomía absoluta del hombre, de la mujer, de la persona humana. Esa es una secularización profundamente anticristiana. Sin embargo, hay otro proceso de secularización: la afirmación de la autonomía relativa de lo temporal, que sería sacar todas las consecuencias de la frase del Señor «dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios». Lo que Benedicto XVI llamaba la sana laicidad. Un elemento clave ha sido la Escuela de Salamanca, donde se produjo un debate sobre el descubrimiento de América, y donde se defienden los derechos naturales de los indios, no en virtud de la fe católica, sino en virtud de la naturaleza humana.