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El sacerdote José Fernández Castiella

El sacerdote José Fernández Castiella, autor de «El matrimonio, la gran invención divina»

Entrevista al sacerdote José Fernández Castiella

«El sacramento del matrimonio simboliza la alianza de Dios con los hombres»

«Si sabemos explicar el qué y el porqué del matrimonio, disminuirán las rupturas y los libros de autoayuda», afirma el autor de El matrimonio, la gran invención divina

José Fernández Castiella habla de fidelidad en tiempos de «poliamor»; enmienda los tópicos que ligan a la Iglesia con el recelo hacia el placer sexual; y tiene la osadía contra corriente de explicar cada gesto íntimo de los esposos a partir de la Sagrada Escritura.

Doctor en Teología Moral, licenciado en Economía y profesor de Antropología Filosófica en varias universidades de España, México, Ecuador y Guatemala, es experto en espiritualidad conyugal y acaba de publicar El matrimonio, la gran invención divina (ediciones Cristiandad).

–¿Por qué dice que el matrimonio es la gran invención divina?

–El título del libro tiene algo de provocador porque, si se toma el sentido etimológico de la palabra invención, del latín invenire, se trata de un hallazgo. Apunta a que Dios dijo su eureka cuando creó al hombre varón y mujer y encontró en esa relación un lugar privilegiado para hacerse presente y salvar, de forma nupcial. Esa es la gran revelación sobre el matrimonio, porque el sacramento del matrimonio es signo de esa Alianza de Dios con los hombres, que tiene su culmen en la Eucaristía. Además, la Escritura está llena de estas referencias.

–¿Por ejemplo?

–Adán y Eva seguían siendo marido y mujer cuando fueron expulsados del Paraíso, y esa fue la baza de Dios para pensar la salvación. Él mismo hizo una alianza con ellos que tiene forma nupcial: prometió estar con ellos y salvarles. Todo el Antiguo Testamento es la historia de cómo Dios cumple esa Alianza, interpretada en clave matrimonial, y del itinerario hacia su plenitud: la Nueva y Eterna Alianza, que es la Eucaristía. Juan Bautista habló de sí mismo como el amigo del novio; Cristo se autodenominó Esposo; realizó su primer milagro en una boda; habló del cielo como banquete nupcial y se ha quedado con nosotros en la Eucaristía todos los días, hasta el fin del mundo que, como narra el Apocalipsis, dará inicio a las bodas del Cordero…

–Hoy se casan cada vez menos parejas, y cada vez lo hacen menos por la Iglesia. ¿Qué hemos hecho mal para llegar a este punto?

–La respuesta es compleja y se puede afrontar desde muchas perspectivas. Una de las claves es cultural y tiene que ver con el sentido moderno y posmoderno de la libertad. Hoy la entendemos como «plena autonomía y disponibilidad para elegir». Así que el paradigma lo encarna el sujeto desvinculado de su biografía y de sus relaciones personales. Cualquier restricción a esa disponibilidad se ve como contraria a la libertad. Y claro, eso da lugar a una identidad desvinculada, sin plenitud ni relaciones significativas en las que reconocerse.

La libertad en sentido posmoderno adolece de falta de destino y por eso se identifica con poder cambiar caprichosamente el rumbo vital. Cifra lo auténtico en un presente intenso en emociones, espontáneo e irrestricto en las posibilidades de actuación. Ser uno mismo es mantenerse «libre de restricciones». Y, desde esa concepción, el matrimonio se presenta como una ligadura contraria a la libertad.

–¿Y qué responsabilidad ha tenido la Iglesia en que hoy se entienda así?

–Me parece que se ha hablado mucho del matrimonio desde una perspectiva jurídica y dogmática, pero queda mucho que decir sobre la belleza de la relación entre hombre y mujer, y la grandeza y profundidad del sacramento del matrimonio. Faltan autores que hablen de la antropología de la relación de pareja y falta mucho estudio para una espiritualidad basada en la sacramentalidad del matrimonio, no solo en lo relativo a la educación de los hijos en la fe, sino sobre todo en el día a día de los esposos. Si sabemos explicar el qué y el porqué del matrimonio, disminuirán las rupturas, las necesidades de mediación familiar y los libros de autoayuda sobre cuestiones de pareja porque, como dice Nietzsche, «quien tiene un porqué, encuentra un cómo».

–También en su obra enfatiza la importancia de «la antropología de los gestos sexuales». ¿A qué se refiere?

–Hasta el siglo XX no ha habido una comprensión suficiente de la sexualidad. Se buscaban argumentos para conjugar la gran dignidad de traer un hijo (de Dios) al mundo y que esa misión sagrada se siguiera de un instinto tan básico como el sexual. Evidentemente, era una visión reductiva que no podía evitar sospechar del placer sexual como tentación que desordenara la alta dignidad de la procreación. Y tampoco acertaba a dar sentido pleno a las relaciones conyugales fuera de los periodos fértiles de la mujer.

Gracias a Juan Pablo II y a otros autores, como Dietrich von Hildebrand, ahora comprendemos la sexualidad con un sentido antropológico más profundo y que precede al fin de la procreación. La caricia, el beso, el abrazo y el acto sexual son gestos y, por tanto, son la expresión visible de esa verdad de fondo. Me gusta decir que esas manifestaciones afectivas son como cuadros de Sorolla: expresiones luminosas de una narrativa. Así que su belleza está en que cuentan de modo sintético y gozoso la verdad de dos biografías que se hacen una.

–Es decir, que hay un potente mensaje de fondo en el acto sexual, más allá de lo evidente…

–Higinio Marín explica la caricia como gesto de la presencia; el beso, como la expresión de que los cónyuges se alimentan de la presencia del otro; y el abrazo, dos fragilidades que, estando juntas, no caen. El acto sexual incluye todos los anteriores, se realiza en la desnudez (que es esa vulnerabilidad mutua, expuesta y custodiada) y llega a la unión de cuerpos que expresa la unión de las dos vidas sellada con una promesa de amor y respeto 'todos los días de mi vida'. Si, además, esa unión da lugar a la concepción de un hijo, en él ocurre justamente la unidad que desean los cónyuges: inseparable, con vida propia y como una nueva libertad. El acto sexual recuerda, y de alguna manera lo restaura, al Paraíso, donde Adán y Eva estaban desnudos sin sentir vergüenza, y al quererse y admirarse nacía una oración espontánea: «Esta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne».

–Esta visión cristiana del sexo tiene enormes diferencias con la propuesta del mundo...

–Efectivamente. Y no se debe confundir la pulsión sexual, que busca el placer y está movida por el instinto de conservación de la especie, con el deseo sexual, que es apetito de compañía, de compartir intimidad y custodiar y ser «cómplice» de la propia fragilidad. La fe cristiana nos ha dejado toda la Historia de la Salvación como paradigma de esa compañía. Cristo, en la Última Cena, instituye la eucaristía como Nueva y Eterna Alianza. La eucaristía es un sacramento esponsal y la comunión con el cuerpo de Cristo es referencia excelente para la comunión de los esposos. El matrimonio mira a la eucaristía, y la vida eucarística alimenta la vida matrimonial.

Así se comprende también el celibato y la virginidad como una opción sexual que encuentra la compañía en el sacramento de la presencia por antonomasia. De ese modo, también matrimonio y celibato se reclaman mutuamente. Además, los cónyuges son ministros de su matrimonio, por lo que su fidelidad cotidiana, y especialmente las relaciones íntimas, sexuales, son un acto de culto en el que Dios se hace presente. El matrimonio es un verdadero templo, Iglesia, lugar de presencia de Dios, que no acontece por la fidelidad perfecta de los esposos, sino por el compromiso de Dios, que se compromete a sí mismo como en los demás sacramentos. Como tampoco, la presencia de Cristo en la eucaristía depende de la perfección del pan, sino de la fidelidad de Dios a su compromiso. O sea que, con la condición de que sea fidelidad, aunque pueda ser imperfecta, la presencia de Dios tiene lugar.

–Habla de la fidelidad, en tiempos de «poliamor» y «parejas abiertas». Por su acompañamiento a matrimonios y novios, ¿cree que da igual vivir un matrimonio fiel que una «relación abierta» o «poliamorosa»?

–La fidelidad aporta consuelo y proyección de felicidad. La experiencia de nuestra dignidad consiste en sentirnos únicos y valiosos por nosotros mismos. Y nuestra vulnerabilidad demanda un cuidado delicado, que custodie lo frágiles que somos. Esa custodia se experimenta en la fidelidad diaria de quien se te entrega en exclusiva, y tiene su expresión más intensa en los gestos sexuales. Mi experiencia pastoral con parejas que se comprometen desde esta comprensión es que encuentras una alegría profunda y un deseo de saber más para crecer en esa relación. Es delicioso acompañar a parejas que tienen este planteamiento. Con sus luchas y debilidades, integran la sexualidad en la relación de modo armónico y como forma de quererse y encontrarse con Dios. Pero en las «relaciones abiertas» o «poliamorosas», la falta de exclusividad en el compromiso hace que la compañía sea insuficiente para la soledad existencial humana. En ellas no recibes el trato que merece tu dignidad, y que reclama ser tratada como única. Las expresiones sexuales no pasan de ser, en el mejor de los casos, muestras intensas pero amistosas de afecto. También en esto tuve una experiencia especialmente dolorosa. Una chica muy inteligente y con gran sensibilidad me contó que había optado por el poliamor a raíz de la separación de sus padres. Le resultó tan dolorosa que no se atrevía a asumir el riesgo de la exclusividad. No es que prefiriera el poliamor, es que tenía miedo de arriesgar y perder.

–Muchas personas creen que la Iglesia recela del placer sexual y se centra en tener hijos. ¿Es esto verdad?

–En Occidente, prácticamente hasta la Edad Moderna, se ha entendido la identidad personal como genealógica. Es decir, se consideraba la familia, y no al individuo, como sujeto de identidad. Eso daba lugar a una visión del matrimonio, y por tanto de la sexualidad, como institución para procrear y perpetuar la estirpe. Nadie se casaba sin el consentimiento paterno. En la sociedad feudal, por ejemplo, la familia en la que nacías determinaba tu clase social, tu oficio y tus posibilidades matrimoniales. Solo en los últimos años hemos tenido una concepción del sujeto que permite reflexionar sobre el matrimonio y la sexualidad más allá del tener hijos. Ahí debemos a Juan Pablo II una antropología teológica sobre el hombre y el sexo muy bien fundamentada y desarrollada, aunque profunda y no fácil de comprender en toda su belleza: la teología del cuerpo, que nos da una visión de la sexualidad a partir del modo de ser y de las necesidades subjetivas de los cónyuges, y orientada a la comunión entre ambos. Las enseñanzas de Benedicto XVI y las del Papa Francisco están contribuyendo decisivamente a enfocar la vida matrimonial y la sexualidad desde esta perspectiva. El motivo por el que escribo el libro es justamente para contribuir a esta visión, a partir de una antropología del matrimonio en la que resplandezca la belleza del encuentro sacramental con Dios. Un encuentro que acontece en el vivir con autenticidad las relaciones personales y sus gestos propios, que tienen forma eucarística.

–Para concluir: ¿Hay algo que yo no le he preguntado y cree importante decir?

–En el libro dedico un capítulo a la celebración de la boda. Es bellísima porque está llena de símbolos maravillosos: el vestido blanco, las flores, la entrada de la novia, las arras, los anillos, la música, los invitados elegantísimos, las lecturas que se eligen… Cada elemento tiene un significado muy profundo que, si los novios lo tienen en cuenta al preparar la celebración, podrán vivir de ella durante toda su vida de casados, porque puede contener con la forma de semilla todo el porvenir. Al celebrar cada aniversario, comprobarán con gozo que su vida juntos ya estaba implícita en aquella celebración. Es importante ayudarles a preparar no una boda impresionante para los invitados, sino bella por el sentido con que se elige la música y todo lo demás. La boda no es para los invitados, es para ellos… y para toda la vida.

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