Nada más que el amor
¿Quién vencerá? Los que no permitan que las heridas abiertas por el odio hagan nacer un nuevo odio
Decía Martin Steffens en su libro Nada más que el amor que «responder con fuerza a la violencia es una posibilidad real. Pero es una posibilidad que hemos de desechar si queremos que la esperanza permanezca». «¿Qué podemos hacer para oponernos al mal?», se preguntaba, al mismo tiempo, Edith Stein. «Podemos luchar», se decía.
No comienza por negarla. No vive en la abstracción. Es una mujer: conoce la rebelión y el miedo. Sabe que en el amor cristiano hay algo más que un hermoso sentimiento. Ella añade otras posibilidades: se puede colocar uno delante de los otros para protegerlos. Ahí está el padre que toma las armas en favor de su mujer y de sus hijos. Otra posibilidad: podemos intentar corregir el mal que otros han hecho. Ahí están las enfermeras, los médicos, los camilleros. Sin embargo, se haga lo que se haga, toda guerra es una derrota: es ilusorio creer que cuando el mundo se tambalea podemos encontrarnos en el lugar apropiado. La pregunta que entonces plantea Edith Stein rompe de golpe la lista de posibles reacciones frente al mal: ¿quién expirará? Es una pregunta que no es para mañana (¿quién vencerá?) sino para pasado mañana: ¿quién por la expiación hará que sea de nuevo posible la esperanza? La esperanza: nada menos que la condición de posibilidad de la vida. ¿Quién expiará? Edith Stein responde: «aquellos que no permitirán que las heridas abiertas por el odio hagan nacer un nuevo odio, sino que aun siendo ellos mismos víctimas, tomarán sobre sí el sufrimiento de los que odian y de los golpeados por el odio».
Todos los días nos vemos ante esta tesitura moral: elegir el amor o la violencia. Desde una reyerta gitana o una lucha tribal en las calles de las grandes ciudades, por un territorio, mercado, o prestigio, a una guerra como la de Ucrania, una rivalidad entre grupos étnicos, un divorcio en la pareja, la inagotable lucha de sexos, la permanente incentivación del odio al otro en la política. Todos los pares enfrentados imaginables, persiguiendo los mismos objetivos. Estas soluciones son la que escalan hasta justificar la muerte de los otros para conseguir nuestras penosas y patéticas victorias. Es el dilema de siempre entre la filosofía dialéctica que ve en todo oposición de contrarios, y la lógica del amor que propone san Juan, parafraseando a su Maestro. Es la hora de escuchar a los santos, porque los sabios se han cargado de ideología: el problema no es qué haremos hoy, porque la suerte de hoy ya está echada, sino cómo afrontaremos el mañana. Edith Stein propone, con su cuerpo martirizado en Auschwitz, la solución: darse a sí misma en expiación. Palabra antigua pero siempre de moda. Tomar sobre las propias espaldas el dolor de los otros, sin razones, sin justificaciones, sin análisis sobre a quién debemos atribuir la culpabilidad (es lo único que sabemos hacer en filosofía, en política, en casa y en la calle). Es lo único que nos queda por hacer. Lo demás ya lo hemos intentado todo y el resultado ya lo podemos predecir mirando la historia de las fosas comunes, de los «cadáveres psicológicos» que vamos dejando a nuestro paso. Es la hora de la expiación. Es la hora de la Revelación, del significado misterioso de «todo se ha cumplido». Hemos agotado las vías, todos los caminos han sido explorados. Nos falta, a nivel global, solo uno: el Siervo de YHWH. ¿Cómo será posible dar la vida por el enemigo? Inaugurar el mundo que anhelamos implica reconocernos todos ciegos. La Revelación que se puso en marcha hace tanto tiempo era para el día de hoy. Acaba de empezar su labor de desbrozado del impenetrable bosque de la historia.