Un Papa para alimentar o disipar prejuicios
Que nuestros prejuicios no nos impidan disfrutar de la próxima década que Francisco nos tiene reservada
Uno de los pasajes más didácticos del evangelio sobre la inamovilidad de ciertos prejuicios es ese en el que Jesús, demostrando su corazón poético, dice: «¿ con quién compararé a esta generación? Se parece a los chiquillos que, sentados en las plazas, se gritan unos a otros diciendo: os hemos tocado la flauta, y no habéis bailado, os hemos entonado cantos fúnebres, y no os habéis lamentado», para subrayar posteriormente: «porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: demonio tiene. Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores...».
También hay otro pasaje lo suficientemente ilustrativo de esa posición de quien está resabiado y, por eso, no cambiará jamás su preciado punto de vista, cuando Jesús dice: «...si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto». Y en esas andamos: sin escuchar a los muertos que hablan y dicen cosas que a nosotros, o no nos interesan para mantener a buen recaudo nuestra opinión previa o reconociendo en nuestro interior que, quizá, la realidad es más grande que nuestro tozudo punto de partida.
Es de inteligentes y muy necesario tener prejuicios. Cuantos más, mejor. Sin ellos, no sabríamos movernos por el mundo con la cautela mínima para no tropezar con la misma piedra y ante ciertas personas que quieren robarnos la cartera o el alma. Sin ellos, sin la precaución de los prejuicios, nos acercaríamos al fuego sin saber sus consecuencias y a ciertas personas sin saber que roban y matan. Si no supiéramos previamente algo recibido de los demás, nuestra vida en este mundo se reduciría a morir al segundo intento de no haber aprendido lo básico sobre lo malo que es beber lejía, o votar a ciertos partidos por la foto electoral.
Es de inteligentes, por tanto, además de muy necesario, tener y alimentar los prejuicios como ese instrumento con el que, desde niños, enfrentarnos al conocimiento del mundo y de las cosas más sencillas, más triviales o más profundas. Pero el prejuicio, como la cáscara de la apariencia, está destinado a caer frente al humilde reconocimiento de lo real. Pues es ahí, ante la realidad misma, ante la verdad, como el prejuicio se siente –diríamos– satisfecho o refutado en su incesante búsqueda de razones.
Es ante la realidad como el prejuicio se alimenta y se apodera de la razón hasta cegar su dinamismo, o se disipa acercándonos al objeto de conocimiento, sea el que sea: un sabor, un olor, una comida, un bello rostro, una voz o un Papa inesperado que, como Jesús, alimenta o disipa las posiciones tomadas de antemano, y como Jesús, es tachado de «comilón y amigo de publicanos», y en otras ocasiones de comunista luciferino, que debe ser lo peor.
En cualquier caso, quiera Dios o la diosa razón humana, o los vaticanistas informados de Parla, que los prejuicios no nos impidan disfrutar de otra década con Francisco en el timón. Viva el Papa.