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noches del sacromonteRicardo Franco

Un Papa para alimentar o disipar prejuicios

Que nuestros prejuicios no nos impidan disfrutar de la próxima década que Francisco nos tiene reservada

Actualizada 04:30

Uno de los pasajes más didácticos del evangelio sobre la inamovilidad de ciertos prejuicios es ese en el que Jesús, demostrando su corazón poético, dice: «¿ con quién compararé a esta generación? Se parece a los chiquillos que, sentados en las plazas, se gritan unos a otros diciendo: os hemos tocado la flauta, y no habéis bailado, os hemos entonado cantos fúnebres, y no os habéis lamentado», para subrayar posteriormente: «porque vino Juan, que ni comía ni bebía, y dicen: demonio tiene. Vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores...».

También hay otro pasaje lo suficientemente ilustrativo de esa posición de quien está resabiado y, por eso, no cambiará jamás su preciado punto de vista, cuando Jesús dice: «...si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto». Y en esas andamos: sin escuchar a los muertos que hablan y dicen cosas que a nosotros, o no nos interesan para mantener a buen recaudo nuestra opinión previa o reconociendo en nuestro interior que, quizá, la realidad es más grande que nuestro tozudo punto de partida.

Es de inteligentes y muy necesario tener prejuicios. Cuantos más, mejor. Sin ellos, no sabríamos movernos por el mundo con la cautela mínima para no tropezar con la misma piedra y ante ciertas personas que quieren robarnos la cartera o el alma. Sin ellos, sin la precaución de los prejuicios, nos acercaríamos al fuego sin saber sus consecuencias y a ciertas personas sin saber que roban y matan. Si no supiéramos previamente algo recibido de los demás, nuestra vida en este mundo se reduciría a morir al segundo intento de no haber aprendido lo básico sobre lo malo que es beber lejía, o votar a ciertos partidos por la foto electoral.

Es de inteligentes, por tanto, además de muy necesario, tener y alimentar los prejuicios como ese instrumento con el que, desde niños, enfrentarnos al conocimiento del mundo y de las cosas más sencillas, más triviales o más profundas. Pero el prejuicio, como la cáscara de la apariencia, está destinado a caer frente al humilde reconocimiento de lo real. Pues es ahí, ante la realidad misma, ante la verdad, como el prejuicio se siente –diríamos– satisfecho o refutado en su incesante búsqueda de razones.

Es ante la realidad como el prejuicio se alimenta y se apodera de la razón hasta cegar su dinamismo, o se disipa acercándonos al objeto de conocimiento, sea el que sea: un sabor, un olor, una comida, un bello rostro, una voz o un Papa inesperado que, como Jesús, alimenta o disipa las posiciones tomadas de antemano, y como Jesús, es tachado de «comilón y amigo de publicanos», y en otras ocasiones de comunista luciferino, que debe ser lo peor.

En cualquier caso, quiera Dios o la diosa razón humana, o los vaticanistas informados de Parla, que los prejuicios no nos impidan disfrutar de otra década con Francisco en el timón. Viva el Papa.

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