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noches del sacromonteRicardo Franco

Si los responsables no hablan de esto, lo hago yo

Es para pensárselo. Quizá sea esta la razón por la que las cátedras, las librerías y los confesionarios están casi desiertos, o a punto del cierre

Actualizada 04:30

Todas las personas parecen iguales cuando las observas en su distraído trajín de cada día. Seres que, aparentemente, van de un lado a otro más o menos atareados, más o menos ahogados en la superficie de la semana intentando llegar al ansiado día libre.

Aunque en la mayoría de los casos no parecen muy fuertes, realmente sí lo son, ya que llevan a cuestas un peso oculto del que nadie habla: un sufrimiento que nunca sale a colación en las diarias diatribas por los derechos y los deberes de los poderosos, que andan ahora más interesados en la conquista de palabras que en el verdadero corazón del problema.

La gente que se ve atravesar las calles a paso ligero intentando llegar a algún lugar, para cerrar un negocio o fichar a tiempo, sufre algo parecido a un déficit de ternura consigo misma y solo piensa en llegar a la noche, desfondada por el esfuerzo de guardar las apariencias.

Porque la gente se sufre a sí misma; sufre su propia humanidad, sufre su su sed insaciable de vida nueva a pesar de todos los placebos que se ofrecen para sobrellevar lo más dignamente posible la cuesta arriba de cada mes. Y ni el ruido de la política, ni los cuchicheos escrupulosos por el escándalo ajeno parecen ser suficiente para intentar sobrellevar ese peso en soledad.

La gente que conocemos, la gente que nos acompaña, no consigue distraer algunos dolores y experimenta una punzada de pena en algún momento imprevisto, como una carencia de algo; como un vacío que se abre en el instante de belleza, como una falta de algo más que no termina de concretarse en las dispersiones y las compras con las que trata de llenar el tiempo.

La gente que queremos, la gente que es extraña, sufre sin querer una insuficiencia que brota en la tierra de los acontecimientos más bellos como una mala hierba: como si al amor no le bastara el amor, como si la alegría no fuera suficiente alegría. Como si el aburrimiento terminara campando sobre todo. Y la energía, tarde o temprano, se fuera diluyendo como un azucarillo en el agua de la insatisfacción.

Nosotros, que somos esa gente con un rostro, con un nombre bien concreto, con un timbre de voz, con un color definido en los ojos, piensa que está mal hecha; piensa que falla algo en ellos, o que falla algo fuera. Y se fustiga en secreto reprochándose los errores hasta hacerse un daño, a veces, irreparable. La gente colapsa de cansancio; la gente colapsa de un desgaste que les hace olvidar qué sucedió ayer, si es que ayer sucedió algo reseñable en medio del ansia por tratar de llegar a todo, sobre todo a la inalcanzable paz que sólo disfrutan los niños y los muertos.

Sin embargo, a nuestro alrededor todos los filósofos, los entendidos conferenciantes del problema moral, los sacerdotes religiosos o laicos, los políticos, los escritores y todos los responsables de hacer la vida más sencilla, y que son también gente al fin y al cabo, en vez de ayudarnos, sólo parecen haberse puesto de acuerdo en expender más normas y más leyes ajenas a la dramática experiencia de vivir y han introducido una ponzoña insoportable en las eternas matizaciones sobre el sexo de los ángeles.

Es para pensárselo. Quizá sea esta la razón por la que las cátedras, las librerías y los confesionarios están casi desiertos, o a punto de la quiebra.

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