El escándalo por escuchar un latido
Lo más grave es que nada ha cambiado, excepto el aumento de los decibelios en la ruidosa distracción política y en la de los voceros de la batalla por un espacio de poder
No resulta extraño que se haya montado todo un escándalo con la iniciativa de ofrecer la escucha del latido de un ser humano, intentando irrumpir en la vida antes de que su madre lo aborte. Porque, para ser sinceros, a nuestra generación no se le ha enseñado otra cosa que la censura ante los problemas, el acallamiento del propio latido del corazón y el seguimiento irracional a las estrategias de partido; esas estrategias tan bien pensadas para que los bandos se enfrenten con sus matices afilados y sus pretensiones de pureza ideológica.
Cuando se trastocan todas las prioridades, la consecuencia inmediata es la incomprensión o la sordera ante los signos que proceden de otra vida. Y un latido, por pequeño que este sea, es el mayor signo de que algo imprevisto ha nacido, y de que su latido ya no nos pertenece, ni nos ha pedido permiso alguno para existir. En este sentido, el testimonio más grande no es el de quien se manifiesta y cacarea en contra o a favor de algo y necesita una ley para todo, sino el de una muchacha que trae a su hijo al mundo contra viento, marea y el juicio hipócrita del mundo, aunque sus planes y las imágenes de su futuro fueran otras.
El problema que no vemos –o no hemos querido ver– es que en todo hay algo que late a pesar de nuestra ignorancia, de nuestra distracción y de nuestro afán por controlar todo, incluso la voluble opinión de los demás. Y en ese afán se nos escapa que no hay nada aquí, en este lado de la eternidad, que no albergue dentro de sí mismo ese eco de otro mundo, aunque nadie nos haya enseñado a reconocerlo, o nadie nos haya enseñado a interpretar ese misterio que brota en cada cosa y en cada persona, desde su amanecer en las entrañas de una mujer hasta su ocaso de vejez abandonada en cualquier residencia del Estado.
Por eso nos resulta tan aterrador el vértigo de escuchar el compás de una melodía retumbando bajo la bóveda de un vientre materno. Y por eso terminamos conformándonos con las leyes que otros dictan para censurar también la conciencia y, así, difuminar el hecho irrevocable de un nuevo ser que existe, porque late, más allá de nuestra voluntad y de nuestro egoísmo.
A cambio de esa censura, nos convertimos en fans irracionales de cualquiera que venga a decirnos cómo actuar, qué debemos hacer, cómo debemos sentir, a quién hay que votar, a quien hay que leer, y cuando hacer el suficiente ruido para no tener que dar cuentas de lo complejo de la realidad.
Lo más grave, y que parece pasar desapercibido debajo de todo el ruido, es que nada ha cambiado, excepto el aumento de los decibelios en la distracción política y en la de los voceros de la batalla por un espacio de poder. Esos voceros que han introducido de nuevo en la vida de los españoles otra cortina más de humo alimentada, en este caso, con carne humana de recién (no) nacido para rascar algún voto, o algún mezquino sueldo en lobbies de extrarradio con ínfulas de mala intelectualidad cristiana. Que Dios nos perdone.