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noches del sacromonteRichi Franco

Otro año nuevo y el tiempo como un regalo sin abrir

Antes de que se acabe enero, y febrero nos abrace con sus preocupaciones, hay que decir que todo es don

Actualizada 13:06

la aparente soledad nos acostumbra al pensamiento obsesivo de que todo es vacío dentro de una nada henchida de ruido: ruido de palabras, ruido de imágenes, ruido de reproches, ruido de cadenas que nos llena de ansia por escapar de los mismos lugares donde, hasta hace poco, crecía un maravilloso oasis rodeado de desierto.

Quizá no lo pensamos conscientemente, pero lo sentimos así en las entrañas como una herida invisible que, en ocasiones, escuece demasiado. Y sin embargo, esa soledad, desde la que nos juzgamos a nosotros mismos, es pura apariencia; realmente no existe. Es una mentira que nos ciega y nos destruye el ser lentamente hasta matarnos de puro aburrimiento.

Esa soledad es un fantasma que embota el juicio y que nubla la mirada sobre las cosas, sobre las personas y sobre nosotros mismos con su espesa tiniebla. Pero esa aparente soledad, asumida en algún momento para defendernos de ella misma no existe, no es real. Es eso: pura apariencia y puro humo que nos asfixia. Porque todo, absolutamente todo, dice lo contrario.

Todo nos dice que somos acompañados y habla, susurra, muestra algo distinto de nosotros mismos para quien quiera escuchar, para quien quiera mirar fuera y salir de su propia celda de días que terminan y comienzan igual ante uno mismo.

Todo es signo de otra cosa más grande que nuestra distracción y el dolor al que hemos acostumbrado al corazón. Lo dice cada nuevo día que empieza y no puede darse a sí mismo su brote diario de amanecer sobre el paisaje. Lo dice el cielo de cambiantes colores que no pueden sostenerse solos sobre el lienzo que alguien pinta. Lo dicen los pájaros, cada vez más ausentes en su trino, cada vez más escondidos en las ramas de los escasos árboles que quedan en esta ciudad.

Lo dicen las ventanas encendidas y abiertas de par en par en las casas, para airear el mal olor de las atmósferas cerradas a cal y canto a la alegría.

Lo dicen las personas con las que nos cruzamos por la calle de camino al trabajo o de vuelta al hogar, que andan fatigadas, y sin embargo llenas de una misteriosa esperanza en que algo cambie su vida. Lo llevan escrito en el rostro, en su gesto, en su belleza, en su fealdad, en sus andares, en su pensamiento perdido en los problemas o en su atención al sorteo de la lotería, como último recurso de salvación económica, a falta de otra tranquilidad más duradera.

Y lo dice el tiempo y el espacio en el que habita cada instante que deja paso educadamente a otro instante dentro del compás ordenado de segundos, minutos y horas, meses y años nuevos sin brizna alguna de malos recuerdos en el inmenso reloj de Dios. Ese reloj que no atrasa ni adelanta nada que no sea un don de vida nueva para nuestro bien y para mostrarse como alguien presente, vivo, que lo habita todo y se muestra ante los ojos ávidos de quien le busca con pasión. Si todavía queda alguna.

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