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Padre damian

El padre Damian murió a los 49 años consumido por la lepra

136 años sin el padre Damian, el cura que dio la vida por los leprosos en Hawái y murió como uno de ellos

Cuatro misioneros se ofrecieron para asistir a los moribundos en una isla llamada Molokai, y el primero en zarpar fue un hombre convencido de que «ningún sacrificio es demasiado grande si se hace por Cristo»

Un 15 de abril de 1889, la isla de Molokai, en Hawái, perdía a su más fiel defensor: el padre Damian. El sacerdote belga, conocido en su país natal como José de Veuster, llegó a este rincón del mundo consciente de que su misión podría costarle la vida por una condena invisible que aislaba y exterminaba sin piedad: la lepra.

El misionero no llegó a la «colonia de la muerte» —como se conocía comúnmente— por casualidad, sino con la firme decisión de acompañar hasta el final a miles de personas sentenciadas a vivir apartadas de la sociedad, en condiciones infrahumanas, rodeadas de cadáveres y abandono, y a morir sin el consuelo de los sacramentos.

La noticia de la desdichada suerte que corrían esas almas de Dios preocupaba profundamente a toda la misión católica. Es por eso que el obispo monseñor Maigret discutió el tema con sus sacerdotes, sabiendo que ordenar a alguien ir allí era, en esencia, enviarlo a una condena de muerte.

Ante semejante panorama, cuatro misioneros se ofrecieron voluntariamente para asistir a los leprosos en su desamparo, alternándose en turnos. Damian fue el primero en partir: el 10 de mayo de 1873 se embarcó con la convicción de que «ningún sacrificio es demasiado grande si se hace por Cristo».

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El padre Damian murió el 15 de abril de 1889, a los 49 años, tras cuatro años de sufrimiento físico por la lepra

De Bélgica a Háwai

Todo comenzó con José de Veuster, nacido en 1840 en el pequeño pueblo de Tremelo, Bélgica. Un joven lleno de fe que, al ingresar a la Congregación de los Sagrados Corazones, tomó el nombre de padre Damian. En 1864, tras una formación rigurosa, fue enviado como misionero a las islas de Hawái, un archipiélago que atravesaba una grave crisis sanitaria debido a la expansión de la lepra, enfermedad incurable y temida de la época.

En marzo de ese año, el joven llegó al puerto de la capital, Honolulu, donde, tras ser ordenado sacerdote el 24 de mayo, comenzó a trabajar en las parroquias cercanas. Ante el riesgo de una epidemia descontrolada, el rey Kamehameha IV decidió aislar a los leprosos en la isla Molokai, temeroso de que la plaga amenazara con aniquilar a toda la población.

Donde no hay amor, pon amor y sacarás amor

Esta isla del Pacífico, conocida como «la colonia de la muerte», se convirtió en poco tiempo en el escenario de la tragedia humana. El abandono, la pobreza y el rechazo de la sociedad habían convertido este lugar en un cementerio viviente. Los enfermos vivían sin atención, sin cuidado y, muchos, sin la menor esperanza de ser atendidos, mucho menos amados.

Fue en este sombrío panorama que el padre Damian llegó, decidido a darles lo que más necesitaban: amor y dignidad. Él no solo fue un sacerdote para ellos, sino un hermano, un amigo y un cuidador incansable.

Con sus propias manos, se encargó de construir una iglesia, un hospital, una escuela y casas para los desfavorecidos, llevando a Dios a los corazones más desesperados, renovando la fe y el sentido de la vida entre los moribundos.

El sacrificio que no temió la muerte

Con el paso del tiempo, el misionero empezó a notar en su cuerpo los primeros signos de lepra. En 1885, con 45 años, recibió el diagnóstico de la enfermedad. Muchos le aconsejaron que abandonara la isla, pero su respuesta fue clara: «Me quedo con mis leprosos, hasta el final».

Y así, eligió compartir el mismo destino que los que cuidaba. A través de su sacrificio, Damian mostró que no hay mayor amor que el de dar la vida por los demás. El último acto del religioso fue tan trascendental como su vida. Poco antes de morir, recibió la visita del capitán de barco que lo había traído a Molokai años antes.

En aquel primer encuentro el marinero le había prometido que solo él sería el sacerdote con el que se confesaría. El capitán cumplió su palabra y llegó hasta él, ya convertido, para cerrar su ciclo de redención. No fue el único. Un hombre que años atrás lo había calumniado también se acercó a pedir perdón y abrazó la fe.

A los 49 años, tras cuatro años de sufrimiento físico, ya ciego y consumido por la lepra, el padre Damián murió el 15 de abril de 1889. En 1994, Juan Pablo II lo beatificó y lo declaró patrono de quienes trabajan con enfermos de lepra. En 2009, Benedicto XVI lo canonizó. Las palabras con las que Pedro resumió la vida de Jesucristo, «pasó haciendo el bien», también reflejan el paso de Damian por este mundo: una vida que sirvió con grandeza a los demás.

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