Mercaderes de ilusiones y esperanza
El éxito del negocio no se fundamenta en los ardides del mercader de paraísos, sino en la ignorancia supina que nosotros demostramos sobre nuestra humanidad
Los mercaderes de la esperanza saben calibrar bien sus palabras y musitan su modulada cantinela para vendernos imágenes que, como humo, desaparecen después entre las manos. El mundo siempre ha estado poblado por estos profesionales del engaño y la reventa en los caminos, signo este no solo de su descontrolada avaricia, o de que el mundo en lo esencial no haya cambiado en absoluto, sino también de nuestro afán inextirpable de poseer la mismísima 'autenticidad' de las cosas en forma de objeto, o de recuperar la bondad perdida, o de vaya usted a saber qué anhelo infinito imposible de corresponder, encerrado en un juramento o en un sacrificio.
Estos mercaderes de antes y de ahora agudizan su ingenio cada vez más, y saben mejor que nosotros qué deseamos, qué llena nuestros días de ilusiones, como esos reflejos fugaces de otra vida celeste, que brillan y danzan sobre el oleaje oscuro de nuestro corazón. Algunos de estos mercaderes hablan de otros tiempos más puros en los que parece no haber existido nunca el mal ni la injusticia. Otros mercaderes, precisamente, insisten en lo contrario e invitan al cliente ávido de 'verdad' a construir un futuro liberado de sus propias incoherencias, cegando su sentido con halagos. Pero la culpa del engaño o el éxito del negocio no se fundamenta en los ardides del mercader de paraísos, sino en la ignorancia supina que nosotros, pobres ilusos, demostramos a diario sobre nuestra humanidad.
Ilusos, sí. Ilusos como aquellos que viven de una imagen alimentada por lecturas interesadas, discursos, medias verdades de filósofos y poetas devenidos en conferenciantes y las omisiones que esos mismos mercaderes esconden a la mirada, que ya no consigue descubrir el sortilegio.
Ilusos como aquellos que creen poseer toda la verdad del mundo en un concepto porque viven, vivieron, o les contaron una fracción de segundo en la historia, en un bando, en una iglesia, en un país. Ilusos como aquellos que se conforman con su ilusión; siempre tristes en su pureza y siempre dándose la razón a sí mismos, reduciendo a un juego de matices y ritos todo el misterio de la espera humana de un Dios hacedor de tiempo, de un Dios de la lluvia, de un Dios del sol, de un Dios de la alegría.
De un Dios hacedor del amor que, misteriosamente, nace y muere en nuestro pecho sin preguntarnos antes; un Dios que nos hizo, un Dios que nos hace, un Dios que nos hará. Un Dios de los hijos, un Dios de los padres, un Dios desconocido para tanta gente, sobre todo para esa que cree haberlo comprendido. Un Dios callado, objeto del aburrimiento y del deseo desde que alguien pintó la pared de una cueva con pigmento y barro, hasta el día de hoy, en el que que ya no sabemos qué esperar entre tanto fogonazo de mentira ni por qué, a pesar de todo, no podemos arrancar del alma la esperanza de que él venga, que nos hable y que nos diga: «Te quiero, hijo mío, te quiero».