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Noches del sacromonteRichi Franco

Perseguidos y cancelados por nosotros mismos

No hay mayor ni más violenta persecución que la infligida a nuestro corazón, a través de las apariencias y los prejuicios

Actualizada 14:10

Sí. Hay que decirlo con calma para comprenderlo, pero hay que decirlo: no hay mayor ni más violenta persecución que la infligida a nosotros mismos por la apariencia de saber vivir, o creer estar viviendo adecuadamente las circunstancias que nos tocan, y tener la tentación constante de imponer al otro nuestro parecer, como si fuera tonto. Pero buscar al culpable de esta fatídica enseñanza , y ponerle un solo rostro, se antoja harto difícil. No basta con decir el Estado y alucinar con las distopias futuristas. Porque las razones de esta imposición en la propia mirada sobre la vida puede llegar a ser como esos caracolillos de agua y tierra que se entrelazan en los riachuelos oscuros de la memoria, y uno ya no sabe de dónde nacen ni hacia donde mojan la tierra para hacer brotar vaya usted a saber qué. Puede que nazca un arbolito y puede que salga una gotera en la cocina.

Palabras, gestos, hábitos, pensamientos adquiridos o inducidos en el silencio de las casas y en las conversaciones desde la primera generación de nuestras veneradas familias, donde sabemos que «no es oro todo lo que reluce» hasta hoy mismo, que leemos e interpretamos supuestamente la realidad a través de este cúmulo de palabras que escribo y usted, querido lector, ya sabrá o creerá saber de antemano a qué me refiero y después, «si eso», me censura. La persecución de los prejuicios, «ni más ni menos».

Sí, esa es la cuestión: una callada persecución contra nosotros mismos, que censura nuestra propia humanidad; que la cancela (para entendernos); que la asesina y la entierra debajo de todos esos códigos, pactos, mandamientos familiares, imposiciones recibidas y que después se reproducen inconscientemente en el amor o en el odio a los otros, como una tradición en la sombra: en los padres, en los hijos, en los hermanos, en los amigos. Un día tras otro; un año tras otro de nuestra vida autocensurada en esos, llamémosles, prejuicios heredados y no verificados de nuestro corazón.

Sí. Esto nos pasa, ¿para qué vamos a negarlo? En alguna ocasión que no ando distraído con las palabras, yo mismo los descubro en mí, clavándose en mi conciencia cuando miro a alguien que no soporto o que me ha hecho daño o que, simplemente, no me ha hecho nada; y entonces yo lo reduzco, intento ahormarlo o intento olvidarlo hasta que desaparece de mi horizonte, a modo de condena al olvido que, en absoluto, podemos llamar 'convivencia' o 'perdón'.

Cuando se descubre eso; cuando se descubre que no habrá fuerza natural en nosotros para vencer esos prejuicios con «buenos sentimientos» o autoayuda; y cuando, por fin, nos vence el bendito realismo de nuestras naturaleza caída, una y otra vez, frente a nuestros enternecedores intentos de salvación, aminoramos sensiblemente los iluminados «consejos de vida» envenenados de apariencias para nosotros mismos y los demás. Y es, precisamente, la hora en que el cristianismo puede volverse algo interesante; pero el cristianismo real, el de Cristo; el cristianismo del evangelio, el cristianismo de Jesús. No el otro del que arrancamos trozos a nuestro gusto. No el cristianismo de los prejuicios. No el cristianismo de las palabras sin carne. No el cristianismo del pasado o del futuro. No el cristianismo autocomplaciente en el que proyectamos nuestros intereses de raza y clase social, y quién quiera entender que entienda por abajo o por arriba, que mezquindad hay de sobra en los palacios y en las cuevas, en los ministerios y en los tablaos.

¿Para quién se vuelve interesante el cristianismo real, el de Cristo, no el de las abstracciones? Pues para esa gente que sabe que no podrá darse nunca a sí mismo y a las personas que ama todo aquello que desea. O sea, gente como yo. O gente como usted, si no ha censurado o asesinado todavía el deseo de felicidad que Dios ha puesto en su corazón, como ahora les ha dado por decir a los intelectuales para vender libros, que como ellos son unos aburridos y no han razonado (como sí hacemos aquí) su «necesidad de Imposibles» a la manera de Sábato, tienen que andar imponiendo a los demás sus incapacidad y poner de moda el más triste de los estoicismos, «porque no se puede ser feliz» dicen los aguafiestas, autocensurando su anhelo con cara de bien leídos. Que se hagan estoicos ellos, si les parece; será que no tienen hambre de carne infinita ni buen gusto. Los que hemos sido príncipes y, en ocasiones, mendigos, tenemos mucho, para dar y tomar. Pero, bueno; esto, quizá, debería borrarlo. En cualquier caso, no censuremos el corazón, por favor; por caridad. Por salud mental. Por amor de Dios. Por el amor de Cristo resucitado, mudo, callado «huésped del alma» y respetuoso con la libertad que él mismo nos ha dado. Nos va toda la vida en ello.

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