Las tentaciones de Macarena Olona
Bajo los lunares del ansia, también se esconde un corazón
Si ha habido una estrella de relumbrón en los cielos de esta mediatizada política patria, esa ha sido la candidata al tablao de la Junta, doña Macarena Olona.
Macarena apareció ante sus devotos con esa despiadada pose de arrojo y valentía que tanto gusta al votante paraespañol, tan afectado por la crisis del desamor con sus dirigentes, y anhelante de modelos vitales y sin pelos en la lengua, a los que seguir en la cruzada de las buenas costumbres.
Como ese anhelo de figuras a las que encumbrar a los altares es demasiado evidente, los asesores de imagen y semejanza divina exageraron los atributos de la candidata Olona, que apareció ante la feligresía como una imperturbable guerrillera de la verdad perdida y el cuplé.
Macarena fue obediente en ese juego de pureza vendida al por mayor por las antiguas ferias andaluzas del ganado, donde el lunar, la manzanilla y la caseta para el cachondeo exclusivo redujeron el folclor a mero postureo sibarita, hasta que la pobre mujer, desgraciadamente, se rompió.
Macarena ha exagerado tanto a la grupa de la jaca, en los mítines desaforados, en el volante y en la ceja perfilada hasta la crueldad, que ha terminado por forzar los mimbres del alma, que han cedido hasta dejar salir a espuertas la fatiga recogida por los pueblos y gañanías, Despeñaperros abajo.
Ustedes dirán que no. Pero en el gesto diario con el que se anunciaba con mesiánica lozanía, también se anunciaba el inminente calvario. En ese gesto de furia frente a las cámaras, los rosarios y las banderas españolas ondeadas a cámara lenta, ya estaba el anuncio del rompimiento humano, solo advertido por quienes saben leer entre las líneas y los silencios del artista que termina su función.
En Granada la vi yo una vez en el cénit de su interpretación, ante un público de otro tiempo: con regidores grabando tomas e inmortalizando el viejo relato de reconquista y restauración encarnado en diva enmantillada. Pero a mí me dio pena. Pena de su sonrisa forzada, pena de su delgadez, de su maquillaje, de su aire de musa costumbrista e inalcanzable, recogida en oración. Después, el patetismo en la postura, el desarme del toro y la espantada; la enfermería, el silencio de la tarde negra, el comunicado y el resurgir religioso en busca de sentido hacia Santiago de Compostela, solo acompañada por los últimos socios de su peña, testigos todos de la herida que ha dejado el cornalón.
Si la ven, díganle que se mejore. Que será duro volver a las plazas con sombra en las que la tentación le sonrojó el rostro con promesas de poder, valor, protagonismo, aplausos y gloria eterna. Díganle que será duro volver al albero real de la política hispana, donde no hay caridad ni afecto por ninguno de los caídos. Díganle que, al volver, puede intentar servir al bien común sin asustar a medio país con la vuelta de Mussolini y que aquí le espera un amigo, que comprende todas sus tentaciones y caídas en hinojos a la sombra de la esquiva posteridad. Porque debajo de los lunares del ansia, también puede haber un corazón que se desangra, gota a gota, en el fracaso.