Casemiro y la decadencia sentimental del aficionado
Preguntarnos cómo o quién sí puede guardar para siempre el afecto perdido, quizá sea demasiado en este pobre mundo que no sabe por qué existe
Aviso a navegantes rezagados en los chiringuitos o en el posible estado estacionario del limbo vacacional –si procede–, que esta no es la sección de Deportes y que quien escribe no sabe a ciencia cierta cuántas copas de Europa en su formato religioso–solemne, de hiperbólicos cantos de entrada, puede tener ya en sus vitrinas el Madrid de Florentino, así que objetividad, lo que se dice objetividad, la justa por estos pagos.
Sí sé que una noche, al irme de la redacción de El Debate, estaban ahí jugando y perdiendo, que al día siguiente habían ganado y descubrí que ya no estaban «los Sergio Ramos», ni tampoco «los Cristianos», justo como en la vida social; que ya nadie parecía echarles de menos en la grada, que ya habían superado el bache sentimental, el vacío, la promesa de amor eterno, entre imágenes épicas de besos al escudo y la Sinfónica de Mordor atenuando en molto vivace el ruido de impresoras con un nuevo contrato calentito.
El caso es que las ausencias de jugadores, antaño necesarios, decisivos ellos para los corazones del aficionado, me dejaron existencialmente dubitativo, con el alma y el ascensor lleno de preguntas hasta la salida. Pero en seguida se me pasó la circunspección con la charla del estanquero y al ver por la calle esos enjambres tristes de ciclistas–camareros con todo el deseo hambriento de los madriles a su espalda: visión que, no sé por qué, me recordó a Bombay y a sus hombres-taxi para parejas que van detrás de una pizca de moderada reencarnación.
En cualquier caso, y para despejar el balón, mientras me informo a toda prisa de que Bale partió con su expreso de Cardiff a otra parada, que siguen Kroos y el otro –que ahora no recuerdo–, y que el madridismo también sigue en plan ganador, se cierne de nuevo sobre el Bernabéu la zozobra y el desamor por el bendito parné, como si la gente viviera del aire o de la camiseta, digo...
Porque Casemiro se va; se va para siempre. No volverá a ser el muro de contención, ni el baluarte de la esencia blanca y esas cosas exageradamente bonitas que decimos, intentando disipar el trágico e inevitable sino de la despedida, o el de la mentira que intenta ser verdad para no afrontar el inminente olvido.
Casemiro se marcha a ganar lo suyo, otro vendrá y dentro de un mes, si no antes, estará el aficionado encelado con otro héroe, otro gladiador en su coliseo, otro dios al que adorar sobre su altar verde con su hábito inmaculado, mientras se acalla la razón no advertida de por qué nuestro afecto y nuestra voluntad, tan inflamados en la pasión nueva, sólo conocen la decadencia y el olvido en su final.
Preguntarnos cómo o quién sí puede guardar para siempre el afecto perdido, quién lo suscita, quién lo sostiene, quién lo hace germinar, quizá sea demasiado en este pobre mundo que no sabe por qué existe, y que cambiará a sus ídolos en un nuevo templo con focos cegadores para la inevitable insatisfacción que asoma a la mañana siguiente de la farra en Cibeles.