El cristianismo de Tamara Falcó
La hija de la Preysler, como usted o como yo, es un profundo misterio para sí misma frente a su creador
Dicen que hay un documental en Netflix sobre las aventuras y desventuras de Tamara Falcó, la hija del Marqués de Griñón y de nuestra celebrada, incorrupta e inmortal estrella del corazón y musa de la buena vida Isabel Preysler, que como todos ustedes saben es la actual pareja del Premio Nobel de Literatura y enemigo mortal de la prosa galdosiana, Mario Vargas Llosa. Todo esto lo cuento para que vean que estoy al día y por si me ficha para la sección de Gente mi admirada Ana Mellado. Vamos, que estoy en el siglo, que soy un hombre del mundo y que sé lo que se cuece en los ambientes de la alta sociedad, aunque todo esto lo diga un poco como relleno para ir centrando el tema.
Digo que dicen que hay un documental sobre Tamara Falcó y su restaurante, sus viajes y sus peregrinaciones porque ni lo he visto ni probablemente lo vea, ya que no tengo ni las claves ni las ganas –no de ahora, sino de siempre– de ver este tipo de contenidos. ¿Por qué? Porque no me gustan. ¿Por qué no me gustan? Pues no lo sé. Así que no busquen ustedes en mí alguna lectura social, victimista o rencorosa con la clase bien de nuestro país porque no la hay. Es simplemente desinterés y cierta pereza. Sin embargo, al intentar informarme sobre el susodicho documental y la figura pública de la Falcó, sólo he encontrado burlas y artículos de opinión afilados y sangrantes contra su persona, sus creencias personales y su alto estilo de vida. Los muchachos del barrio la llaman pija, superficial y todos esos adjetivos que no hacen sino retratar sus prejuicios de clase y una envidia apenas solapada contra una niña que no ha decidido –como ninguno de nosotros hemos decidido– nacer en una familia con una determinada educación y una abultada cartilla de ahorros, si tal cosa sigue existiendo.
En cualquier caso y por ir recogiéndonos, sólo quería decir que no tengo el gusto ni el disgusto de conocerla, y que no estoy ni a favor ni en contra de ella, o de su manera de vivir la fe cristiana. Pero sí deseo sinceramente que haya alguien en algún lugar de este mundo frente al que Tamara pueda ser ella misma; alguien con quien se sienta bien mirada en su profunda naturaleza de mujer sedienta de bondad, de belleza y verdad, más allá de las nauseabundas y acomplejadas crónicas sociales que la ridiculizan y que la reducen a mero producto de envidia y de publicidad, sin advertir que la hija de la Preysler, como usted o como yo, es un profundo misterio para sí misma frente a su creador. Ese creador que, afortunadamente, Tamara parece haber encontrado en la Iglesia y que tiene una mirada más amorosa sobre ella y su vida que toda la caterva farisaica de medidores de las virtudes, los gestos y las vidas ajenas. Porque Dios, por ser Dios, siempre mira un poco más al fondo.