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NOCHES DEL SACROMONTERichi Franco

El verano se evapora, gracias a Dios

Nuestra naturaleza parece estar mecida en el vaivén del péndulo de las olas, yendo y viniendo entre el pasado y el futuro como lugares más felices que, una vez encarnados, se evaporan como pequeños charcos de agua

Actualizada 16:35

Las jornadas de verano son fugaces. Julio se evapora ya bajo este pesado sol inmisericorde, con la misma fugacidad de las imágenes que prometían satisfacernos en estos días de asueto y en estas noches de calor insoportable.

Con evidente impropiedad divagamos desde niños en torno al verano, como si este fuera un lapso paradisíaco que se revela siempre insuficiente, excepto para escolares y soñadores, que engrandecen hasta la épica aquello que, en realidad, apenas ha durado un segundo. Vamos, que no era para tanto.

Pensamos en estos días con una especie de afán de inmensidad marina, con sus veleritos blancos surcando los azules mediterráneos hasta mediados de septiembre, aunque para la mayoría la vida sea otra cosa que navega por corrientes más sinuosas y algún que otro secarral sin aliciente alguno y algún helado de más.

Definitivamente, cualquier suceso vivido, sean las vacaciones ideales o cualquier infierno de playa atestada de sedentes y «tumbantes» especímenes humanos, al volver a mirarlo con la perspectiva del futuro, parece tener una dosis grande de exageración en el relato, como si al idealizar se perpetuara su encantamiento. Pero hace demasiado calor para ser el verano el lugar de la dicha; esa es la verdad.

Por eso es menester aprovechar bien el tiempo propicio, y estar atentos a lo que toca cuando toca, en esas contadas ocasiones en las que el sueño o la mentira no se imponen a la conciencia de la realidad y nos permiten caer en la cuenta de que todo nos es dado. También el no hacer nada; también el incesante trabajo. Todo nos es dado. Qué afirmación tan maravillosa y tan, profusamente, vetada. Todo es don.

Pero ese don recibido sólo es propicio en el presente que vivimos y que queda, en tantas ocasiones, detrás de los prejuicios aprendidos y nunca razonados, o detrás de los golosos efluvios de grandeza de otros tiempos y de otras tierras, con sus estandartes y sus relatos poéticos de victorias nunca vistas, o como orgullosos veraneantes iletrados y perezosos, que no poseen otra cosa que el precario don de existir bajo el pendón de una sombrilla.

No tenemos otra cosa que este presente diluido en distracciones y anestesias. No tenemos otra cosa que este presente que es un «ahora mismo», sucediéndose solapado entre añoranzas manipuladas e histéricas impaciencias por un porvenir que, quizá, nunca llegue a materializarse.

Así, nuestra naturaleza parece estar mecida en el vaivén del péndulo de las olas, yendo y viniendo entre el pasado y el futuro como lugares más felices que, una vez encarnados, se evaporan como pequeños charcos de agua que no han querido volver al mar y han sido engullidos por algún rayo de sol entre los cubos y las palas de colores.

En cualquier caso, mostrar esta fugacidad del tiempo y la fuga de nuestros engaños equivale, precisamente, a ponderar el valor excepcional del instante; su valor como lugar que nos acoge y en el que «vivimos, nos movemos y existimos». En esto estriba la densidad de cada minuto, la suma profundidad de lo que llamamos vida real como signo de otra vida y de otra voluntad que la suscita para nosotros.

Porque, en este sentido, si no hay nada peor que la observación perenne de nuestra incapacidad para mantenernos atentos en este tiempo dado y a sus signos sin volver una y otra vez a la tentación de escapar, tampoco hay nada mejor que el descubrimiento de todo ese mundo desconocido al que tendemos buscando un consuelo de este límite temporal que existe, precisamente, porque somos amados; de ahí, el inmenso don. Amados por alguien poderoso, fiel, muy superior a las frágiles y volubles tentativas de escapismo acomodado con las que intentamos evaporar el tiempo, el aburrimiento y los dolores.

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